Podés quedarte con mi cerebro si te place
Skyline es una película infernal, infernalmente gozosa. No voy a contar acá de qué se trata porque mi cumpa Santiago ya lo contó, pero voy a contar de qué se trata (¡muejejeje!, pure evil no es una marca de puré). Skyline es una fábula demente donde el mal viene bajo la forma de luces azules para hacernos desear que nos lleve –me da calor, me da poder, sé que hace mal pero por favor dame un poco más de eso. Los contactos con esa fuerza son desde el principio pura vibración de intensidad, éxtasis frente a aquello que seduce y penetra en el cuerpo, brota bajo la piel. Pero la decisión mayor de la película es que se trata de un terror que muta todo el tiempo, siempre de formas bellas, burdas, subacuáticas, ya no se sabe si tecnológicas o también animales.
Esto es lo mejor de Skyline: desde el principio, el mal externo –alienígenas, bah: eso que estábamos esperando desde siempre- invade y llena el plano desde el fondo, se acerca a la superficie de la pantalla hasta tocarnos a nosotros, y sabemos entonces que no hay manera de que nadie se salve. Ahí está la imagen del viejito y el negro, ocultos detrás de una mesada de cocina, en primer plano, y la bestia tentacular flexible al fondo estirándose para llegar, más seductora que una salvación ya no deseada. El tema es cuánto vamos a desear que también nos absorban a nosotros, y con qué intensidad, en medio de un sonido de bajos trepidantes que hace sentir como si temblara el suelo abajo, vamos a pedirlo.
Por eso esta película fascinada con el mal tiene su equivalente en amarillo en esa otra película que amo, Sunshine: Alerta solar, puro deslumbramiento con esa luz que puede aniquilarte, y por eso la fiesta de destrucción en la que pronto se convierte todo tiene su antecedente más inmediato en la brutal, hiperbólica 2012. Sobre todo en los detalles felices de que un helicóptero sea tironeado por tentáculos gigantes como si fuera de juguete, y en el momento divertido, absurdamente coreográfico de la parejita librada a su suerte en la terraza que llega a agacharse justo cuando los restos del avión encendido pasan sobre sus cabezas para ir a estrellarse en una nave. Igual que ese John Cusack escapando de una grieta que parte la tierra para llegar justo a subirse a la avioneta, al filo de, como un acróbata imposible de videojuegos en un segundo delirante y eufórico, mientras todo se cae alrededor.
Absurda y fantástica como los desastres que nos encantan, Skyline sin embargo tiene sentido, para el que quiera verlo. Porque en el mundo vencedor que elimina ese “afuera” que es el mundo nuestro –vean cuando los protagonistas entran por fin en la nave dejando atrás un exterior que se anula por completamente destruido- después del beso más bello del año, la victoria es la de una forma de ¿vida? que primero había convertido nuestro cielo en un fondo del mar lleno de denso humo –naves como calamares y medusas- y después había seducido a todos con un poder-calor, algo que dan ganas de mirar, que pide como precio tu cerebro. Y lo consigue.
A partir de ahí, la apertura de todas las metáforas. Pero a mí no me importa nada de eso; me importa que estuve ahí, y quise que las luces azules me alcanzaran, harta de nuestro mundo. Porque frente a los marrones y verdes opacos, a la luz blanca y fría de Los Angeles, ese brillo parece lo único deseable. Ah, y cuando la nave mayor explotó como un amanecer que llenó la pantalla y se volvió a rehacer de sus esquirlas, estuvo el pánico frente a esa fuerza que hasta podía hacer a la película dar marcha atrás, controlándolo todo, mientras todos hacíamos que corríamos para el otro lado. Y es que tampoco se puede escaparse de un cine que funcione así. ¿No les encanta?