El imperio que vigila para someter
La película de Oliver Stone recrea la vida de Edward Snowden, el genio cibernético que reveló información sobre la vigilancia invisible que asesina en el mundo. Así plantea la relación entre política y espionaje, la ética y el periodismo.
No es poco mérito que Snowden, el más reciente film de Oliver Stone, se atreva a sostener que a los responsables de la tarea de espionaje sobre la vida privada ciudadana debiera caerles en suerte la misma incriminación que a los inculpados durante los Juicios de Nuremberg. La mención a la ONU aparece, y con ella la asociación inevitable: Estados Unidos parece estar más allá de cualquier normativa. El terrorismo, según la mirada del film, es la excusa suficiente para garantizar el predominio de este país, a costa de lo que sea.
No es fácil pensar en otros cineastas con discursos parecidos, al menos desde ese mainstream con el que el oscarizado Stone todavía se codea, con diásporas evidentes como sus films dedicados a Hugo Chávez y Fidel Castro, con quienes supo trabar amistad. Es por ese mismo mainstream que su película no debiera ser comparada con Citizenfour (2014), el documental de Laura Poitras. Si bien de temática similar ‑las dos se dedican a la revelación íntima que el genio cibernético hiciera al periodismo en un cuarto de hotel‑ y con una de ellas dentro de la otra -Poitras es retratada en el film de Stone por Melissa Leo‑, es claro que la distribución comercial difiere, y desde lo formal -éste es el punto nodal‑ son absolutamente diferentes.
Ahora bien, el cine de Oliver Stone suele ser explícito, sin matices. Sus películas recurren, por lo general, a situaciones retóricas, que evidencian lo obvio -algo que puede ejemplificarse con la parodia que Ben Stiller juega sobre Pelotón en Una guerra de película‑. De acuerdo con esta premisa, el Snowden de Stone es consciente de la necesidad de alcanzar al mayor público posible, aun a costa del propio personaje, quien por momentos se demuestra casi ignorante o sorprendido de las prácticas de espionaje. Son puntos en contra, pero acordes con un tipo de cine que, salvo excepciones, está varado en una sencillez que le es inmanente.
De todas formas, las películas de Stone -si bien cortadas por ese mismo tacto‑ tienen ejemplos de varios colores, con algunos títulos que todavía resisten (La radio ataca, U Turn, Wall Street). Si se aceptan esas licencias, su Snowden no está nada mal, y será mejor no desatender su prédica inconformista, de cara a los tiempos políticos que se avecinan. Al respecto, la ilusión que Ed Snowden y esposa profesan por Barack Obama se desvanece en un tris. Entre Bush y el mandatario, la película plantea una continuidad, con las manos ahora sucias por muertes decididas desde drones asesinos.
Es más, si se permite la relación cinéfila sin hacer mella en los ejemplos, el film tiene cierta idiosincrasia estética que le vincula, por momentos, con esa estela magnífica que cimentaran realizadores como Sidney Lumet y John Frankenheimer en títulos como Punto límite y Siete días de mayo. Es decir, para el juego del poder son necesarios el secretismo y la construcción de una alteridad que, dado el caso, suele denominarse "american dream".
En cuanto al Snowden de Stone, tal ensoñación viene dada de manera virtual, a través de las redes sociales, como agentes encargados de entretener a la masa mientras se la vulnera. Snowden vendría a operar como el fusible que amenaza con hacer caer el castillo de naipes. En este sentido, la caracterización de Joseph Gordon‑Levitt es notable, porque sabe mostrarse algo escuálido pero con pretensiones de ser un soldado: una especie de endeble Steve Rogers, casi Capitán América, con formación militar a medias, de físico limitado. Pero con una dignidad moral que puede mucho más que cualquier proeza física.
Si bien la película apela a cierta esperanza de resistencia, con una resolución dramática positiva obligada, lo cierto es que lo que en general se desprende es un sentir amargo. Cuando Ed Snowden se refiera al porvenir tecnológico, conforme a las maniobras espías de la CIA y la NSA, dirá que habrá de ser peor.
Lo que rebota sobre el manto social mismo, adepto a esas mismas marcas empresariales que hoy son medios de comunicación ineludibles, y que Snowden ha referido como cómplices.
Oliver Stone, por las dudas, las señala desde sus logotipos inconfundibles: otro efecto retórico, pero bien cierto.