Drama en voz baja
Soleada, ópera prima de la cordobesa Gabriela Trettel, indaga en clave intimista las emociones de una mujer que ronda los 40 y atraviesa una crisis.
Los deberes mecánicos que implica ser madre de dos adolescentes y un matrimonio en piloto automático, más parecido al sopor que a una relación amorosa que depare algo parecido a la intensidad, ponen a Adriana frente a sus propias emociones encontradas y de cara a un mapa de deseos tan nuevos como difusos. Ya en el arranque de Soleada, primer largometraje de la realizadora cordobesa Gabriela Trettel, la historia encuentra su ritmo y su tono intimista en la indagación de las pasiones que duermen en el personaje interpretado por Laura Ortiz, primer y sólido protagónico en cine de esta actriz afianzada en el teatro independiente y el arte del clown.
Todo empieza y se cierra en un puñado de días de verano (las locaciones se realizaron en Sierras Chicas, y hay un par de datos visuales gratificantes para los espectadores cordobeses). Recién instalada en una casa sin luz, con su marido momentáneamente ausente y sus hijos boyando entre el tedio y el rechazo del mundo de los adultos, Adriana se mete en un mano a mano consigo misma. Ella ronda los 40, una edad en la que empiezan a gotear sin remedio las preguntas sobre la vida que se hubiera podido tener si no se tuviera la vida que se tiene. Solo que en el filme esas preguntas no están enunciadas en intercambios filosos o alardes del diálogo, sino que derivan de la sutileza de algunos planos y la demora en los gestos y minucias de una cámara que intenta de manera obsesiva capturar la intimidad de la protagonista.
En paralelo, la película le hace lugar a las primeras torpezas de la atracción sexual y la búsqueda de diversión que ensayan la hija (Valentina Ayen) y el hijo (Juan Crocce) de Adriana para romper el desgano veraniego y la imposición de sostener rituales familiares en los que nadie cree y nadie disfruta. Una ligera estela de humor emerge de las preguntas y reclamos dirigidos a mamá que puntean Soleada, y que conforman una especie de mantra capaz de resumir el espíritu adolescente.
Los tartamudeos de una seducción que no termina de ponerse en marcha, el modo aniñado de los intercambios con un hombre (Andrés Rivarola) que la quiere sacudir de su apatía y los destellos de algo que se insinúa en Adriana sin llegar a activarse (un bidé que empieza a perder muestra con eficacia el modo en que un incidente doméstico puede truncar una ensoñación) son elementos que acentúan la idea de tiempo en suspenso e irresolución. ¿Qué pasaría si todo se va al demonio? Una hermosa escena en el río sumerge literalmente al espectador y transmite con fuerza la experiencia que implicaría, si uno se dejara llevar, el hecho de “tirarse al agua”.
Con detalles que se podrían pulir mejor, Soleada se fortalece no obstante en su preferencia por los climas y las sugerencias. El resultado es un drama de cámara, en voz baja, que dialoga rítmicamente con imágenes de la naturaleza, instantes de belleza muda que funcionan como inserts poéticos y también, quizás, como retratos en filigrana de un estado emocional que no termina de encontrar su nombre.