En las últimas dos semanas, desde el momento en que finalizó la función de prensa de Soledad y Larguirucho, se produjo una discusión con dos posiciones enfrentadas por aspectos diferentes de la misma producción. Están los detractores, entre los que me cuento, que cuestionan la mala calidad de esta anacrónica propuesta, y por el otro lado los defensores que, probablemente sin haber visto la película, valoran su condición de realización argentina. Creo que vale la pena iniciar la crítica con estas breves líneas porque la nueva creación de la factoría García Ferré abre una cuestión que, al menos desde mi punto de vista, parecía superada. El cine nacional creció lo suficiente en los últimos años como para que su condición de autóctono acarree una defensa ciega de algún producto de cuestionable resultado. El esfuerzo se valora, pero no siempre se premia. Defender una película así por "hecha en casa" no solo supone que se tenga en alta estima a una de las peores realizaciones de los últimos años, sino que implica un muy bajo concepto del cine argentino en general.
Si bien la animación no es buena, desde luego que sería injusto mirar a Soledad y Larguirucho a través del cristal de Pixar o Dreamworks. La cuestión es que, si se juzgara desde lo presupuestario, solo habría críticas positivas para lo que llega de Hollywood. El cine necesita ideas, pero estas están ausentes de la película de García Ferré, cuyo argumento es nulo y la sola mención de las pocas líneas de la sinopsis podría considerarse un spoiler. En ella, los cuatro villanos intentan, sin lograrlo, evitar el éxito de la cantante Soledad, a quien se considera una "estrella indiscutida de los niños". Siendo esa la totalidad del argumento, se conduce al espectador en círculos, con diferentes planes frustrados que derivan en un final abrupto.
En este viaje por diferentes paisajes de la Argentina se encontrarán elementos propios de lo peor, y más avejentado, del cine nacional. El hecho de que esté producida por San Luis Cine, obliga a un recorrido por esa ciudad, en la que Neurus asume el rol de guía turístico. Es tal el descaro con que se promocionan los logros arquitectónicos de la anterior gestión, que sorprende que no se haga presente uno de los políticos para un breve cameo. El villano oficiará además como maestro, con viaje en el tiempo incluido, impartiendo contenido educativo inútil para los niños a quien está destinada. Con ese mismo adjetivo se deberán calificar las breves participaciones de las figuras del espectáculo, como Guillermo Andino, Pablo Codevilla (en una intervención ilógica) o Diego Capusotto (completamente desaprovechado), además de un papel de no acabar para el Chaqueño Palavecino. Los mismos son, evidentemente, un fallido guiño para el público adulto que por obligación ocupará las butacas junto a sus hijos, al igual que la breve y poco noble presencia de Carlitos Balá, quien repite todas las muletillas que lo hicieron famoso mientras hace un chivo de una casa de electrodomésticos.
Junto a niños con cara de incomodidad, Soledad Pastorutti tendrá múltiples números musicales, prácticamente todos referidos a la comida, en los que busca el coro del espectador en la sala. Serán muchas las ocasiones en la que la artista y Larguirucho se dirigirán en forma directa a la audiencia, para pedir alguna opinión o para que acompañen en alguna canción.
Los personajes creados por Manuel García Ferré acompañaron la infancia de muchas generaciones desde los años '50, pero la falta de evolución de los mismos llevó a que, con el correr del tiempo, queden relegados de manera excluyente a públicos cada vez menores, no en cantidad sino en rango etario. Secuencias en las que se imita, en forma pobre, un enfrentamiento a la Kill Bill, en las que se pinta de color el rostro de la protagonista para que cante como una candombera (algo que por pudor o consciencia no se debe ni hacer en las escuelas) o la permanente mención a los modernos artefactos tecnológicos, que ninguno de los involucrados sabe usar, dan cuenta de lo vetusto de la apuesta.
Las pésimas actuaciones, el guión inexistente, el uso permanente de frases hechas y latiguillos gastados, el burdo panfleto publicitario y demás elementos mencionados de esta crítica deberían ser suficientes razones para entender que aquí el "patriotismo cinematográfico" no cuaja. Más aún si se considera que, aún lejos de los abultados presupuestos de los tanques de Hollywood, la producción contó con uno de 10 millones de pesos, cifra de ensueño para la mayoría de los realizadores argentinos.