Solo el amor (2018) es una comedia romántica que cuenta el ascenso de una banda juvenil hacia el éxito mientras el vocalista, Noah (Franco Masini), se enamora por un encuentro fortuito de Emma (Yamila Saud), una abogada que dejó a un lado su pasión por la pintura para trabajar en el bufete de su padre.
Lo más fascinante de la película de Diego Corsini y Andy Caballero es la paleta de colores planteada para los contextos musicales, los amorosos y los laborales. Por un lado, cuando Noah y Emma se encuentran rigen tonos como el blanco y el gris claro. También es así en el trabajo de ella, donde el blanco podría representar la obligación y la indiferencia frente a su pasión por la pintura.
Por otro, en el contexto musical de Noah rigen el verde y el magenta, aquí están en contraste la composición de las canciones, los ensayos de la banda y las propuestas creativas. Hay quien podría cuestionar la diferencia tan marcada en esa paleta de colores, pero ella propone dos mundos enfrentados e introduce sugerencias provocativas en torno a la historia. Por lo menos allí observamos mucho más que en relatos convencionales de chica conoce chico.
Este recurso, con todo, no compensa los baches en el guión. La película cae en los lugares comunes de la banda que se vuelve famosa. Los giros en los que termina tropezando la trama son planteados de una manera algo previsible y bastante melodramática. Y si revisten algún interés las escenas de composición de las canciones, son pocas y demasiado breves como para dejar una impresión duradera.
Franco Masini, el protagonista, es uno de los que rescata la película del desconcierto. Tiene la energía para ser, como dice la amiga de Emma, un Ryan Gosling versión adolescente, al menos de a ratos. El resto de las actuaciones varían pobremente en efectividad. Desde lo excéntrico de la manager de la banda que bordea lo ridículo hasta la villanía del padre, los lugares comunes del guión no logran ser solventados por actuaciones que tienen pocas escenas.
Una de las fortalezas de la película, ya en el último tramo, es resolver el típico momento de la gira por varias ciudades, que suele acompañar el éxito de cualquier banda, con un videoclip. En este son referidos los nombres de las ciudades visitadas mientras ellos cantan uno de los hits de su nuevo disco. Una vez más, la fotografía de Sol Lopatin apela a las tonalidades, ahora de colores pasteles, para evidenciar el estilo renovado de los músicos.
Si al final no cierran algunas subtramas o están forzadas, la recurrencia de escenas musicales deja un buen sabor de boca porque construye una historia por sí sola, la cual resulta más atractiva que el resto de la película.