Dominik Moll no oculta su sugerente regusto por lo turbio. Son de su interés historias situadas fuera de las grandes metrópolis. Espacios pequeños y rurales, en la más absoluta cotidianeidad, aquellos que le resultan territorios de exploración fértiles. Allí, el cineasta, encuentra lo grotesco que ejemplifica la condición humana. Bajo su óptica, percibimos una mueca disimulada tras la pátina de normalidad. Influenciado por “Blue Velvet” (1986), de David Lynch, el cineasta galo se vio fascinado por aquel retrato de la América soñada que descubre el velo de su propia monstruosidad. Moll entiende que las relaciones humanas se hacen de contradicciones. “Solos las Bestias” se encumbra como un retrato desolador. De nutrida trayectoria y aspirante a la Palma de Oro en Cannes, el autor hurga en lo que la normalidad oculta. Con paciencia de orfebre, trabaja sobre -y debajo- de la superficie. Allí subyacen pensamientos íntimos, a menudo reprimidos. Pequeños rituales, asevera uno de los personajes del film. Aquí adapta la estructura de novela (de Niel Colin), ubicándonos, geográficamente, en un paisaje helado en la zona montañosa francesa. Allí, se investiga la desaparición de una mujer burguesa (la fenomenal Valerie Bruni-Tedeschi) y un posible crimen que intenta dilucidarse, a través de la suma de información que aportan diversos puntos de vista que el film (re) construye, a la manera de “Rahsomon”. En la multiplicidad de verdades posibles, la trama en clave de thriller se conforma transponiendo un texto originalmente estructurado en cinco partes, siendo cada uno de ellos una porción de realidad independiente, y adquiriendo, en el acto cinematográfico, una narración objetiva en primera persona. Por tal motivo, y en lo que denominaríamos ‘focalización’, sabemos tanto del devenir de los hechos como el personaje que narra cada capítulo, en favor de un tono de suspenso nutrido y afectado por los avatares del destino.