Cuestiones en torno a las narices rojas
“No soy un documentalista; soy un payaso”, se excusa Lucas Martelli, tras las rejas, ante un payaso carcelero después de los títulos finales. Ese amateurismo se nota a lo largo de Sólo para payasos, para bien y para mal: la película es caótica, desprolija, y a la vez tiene una frescura y un desparpajo saludables.
Se supone que es un documental sobre el mundo de los payasos. Y hay unos cuantos testimonios de payasos y clowns de diferentes estilos que explican en qué consiste su oficio, cómo empezaron, etcétera. Esos son los pasajes más convencionales e interesantes de la película. Pero esa estructura clásica se va deformando con la aparición de una ficción confusa, por momentos tediosa (le sobran unos cuantos minutos) y mal actuada (ser payaso no es lo mismo que ser actor). De todos modos, la historia tiene sus encantos. Se ve a diferentes payasos del mundo dirigiéndose a una gran convención del gremio desde diferentes rincones del planeta, desde Macchu Picchu hasta Nepal, pasando por la Isla de Pascua. También hay pasajes fantásticos, que muestran con logrados efectos especiales las peripecias de un grupo que va a ese encuentro a bordo de un colectivo-dirigible que surca los cielos.
Participaron más de 200 payasos, y queda la sensación de que semejante convocatoria está un poco desperdiciada: el no iniciado podría haberse enterado de más; casi casi, el título Sólo para payasos termina siendo literal. Bueno, quien quiera una experiencia completa, que vaya hoy al estreno: prometen la asistencia de “cientos de payasos” vestidos “de estricta etiqueta payasa”. Qué miedito.