Este thriller esencialmente ridículo se predica de una forzada escena pasajera en donde Russell Crowe, antes de devenir en una suerte de detective, ejerciendo como profesor de literatura expone el nudo problemático del Quijote en torno a cómo ciertas circunstancias nos llevan a la irracionalidad, aunque el comportamiento y las decisiones del personaje de Crowe, más que irracionales, son casi sin excepción inverosímiles. ¿Qué tal un profesor de literatura a los tiros con unos dealers en los suburbios de Pittsburgh? El amor lo puede todo, se dirá, aunque la moraleja del film es que en Internet se puede aprender de todo, desde hacer llaves maestras hasta abrir autos con pelotitas de tenis. Tras una secuencia inicial en la que se establece el conflicto (el malestar de la mujer de Crowe, Lara, interpretada por Elizabeth Banks), una dulce escena familiar con el único vástago de la familia tiene lugar. Es un instante de amor puro interrumpido por un allanamiento policial violento anticipado por un piloto con sangre. Lara irá presa, y toda la evidencia confirmará su culpabilidad. Tras varias apelaciones, la decisión de Crowe es liberar a su mujer en sus propios términos, y bien le servirán los sabios consejos de un Houdini penitenciario encarnado por Liam Neeson. El apóstata de la Cientología, también guionista y director, Paul Haggis suele apostar por la tragedia y las situaciones límite para hilvanar sus historias con pretensiones existencialistas. Como en todo drama penitenciario, la simpatía por la fuga de un inocente es atravesada por el suspenso de saber si logrará o no escapar, y es aquí donde la imaginación de Haggis resulta esquemática y acomodaticia. Musicalizada hasta el hartazgo y exorcizada la trama de toda ambigüedad para evitar cualquier gris moral, excepto si se trata de matar drogadictos, el destino final del héroe y su familia ni siquiera admite una lectura irónica o, en su defecto, ser interpretado como chiste político.