Sabíamos de películas dirigidas por maestros, por críticos de cine, por artistas plásticos, por escritores, por filósofos. Incluso por ex policías. Una vertiente más usual y aparentemente más razonable es la de los actores que se convierten en cineastas; una de las que a priori resultaban más temibles, la de los psicoanalistas que filman, dio por resultado en la Argentina a un director de considerable talento e inteligencia como Mario Levin. El inglés Tom Ford es diseñador de ropa, y a lo mejor el dato, difundido profusamente por la prensa como si se tratara de una clave imprescindible para leer su película, se agrega a la incompleta lista cuya dudosa utilidad le tocará juzgar al lector. A no ser por los detalles prestados a la indumentaria y a los peinados de los personajes (la acción se ubica en Los Angeles a principios de los años sesenta, el look de la película es importante) y el preciosismo con el que vemos disponer sobre una cama las prendas y accesorios que componen un traje, nada hace pensar que la profesión de Ford tenga aquí alguna relevancia. Una voz en off en primera persona aletea sobre imágenes suntuosas, en las que no faltan los ralentis ni el grano bien a la vista, y contra ese fondo se dispone el sentimiento de esencial estupor al que Ford parece querer jugar todas sus cartas.
La fábula del hombre que sufre una pérdida amorosa irreparable y se encuentra escindido del mundo, prácticamente incapaz de reconocerse a sí mismo ni a sus semejantes, le sirve al director para instalar la idea de un orden simétrico monstruoso, paralizante, en el que cada imagen, cada cosa que pasa delante de sus ojos, remite al protagonista a un momento previo relacionado con su amado muerto. Si suena el teléfono, eso dispara el momento terrible en el que al tipo le comunican la infausta noticia del accidente. Si mira a través de la ventana caer la lluvia, inmediatamente se le ofrece al espectador la escena en la que el hombre corre en cámara lenta bajo el agua, yendo desesperado a buscar consuelo a su dolor a lo de una amiga vecina. Semejante procedimiento maníaco se repite a lo largo de la película unas cuantas veces, más de las que importa consignar aquí. Y ya está, eso es todo lo que la película da de sí, a no ser que se tenga consideración por la anémica escena en la que el protagonista amaga encontrar un breve aliento que lo devuelva a la vida, de la mano de otro amor, casi como en una canción mala. No es demasiado ingenioso el artilugio narrativo del que Ford hace uso, y su alcance es limitado, pero ofrece un simulacro de cine en el que las imágenes provienen menos del mundo que de la cabeza del protagonista, no importa si él las ha vivido antes o no. La minuciosidad en la ropa y el aspecto de los actores, los pocos automóviles, los muebles de las casas, parecen el tributo que Ford paga a la porción de realismo mimético con la que Solo un hombre pretende compensar la escasa generosidad de su planteo. Se nota que el director quiere hacerse el refinado, pero la caligrafía ampulosa y sin matices de su película termina transparentando una falta absoluta de contenido y de riesgo. Al final solo le queda la ropa como complemento de lujo, el dramatismo absorto de la máscara de Colin Firth que se hace pasar por intensidad contenida, la busca del detalle sórdido que se expresa en los ojos vidriosos del novio muerto, caído junto al auto en medio de la nieve. Es una compensación módica. Ford juega al cine, revolea planos y musiquitas aquí y allá, y los aspectos dramáticos del tema de Solo un hombre terminan enseguida replegados en la frialdad sin alma del conjunto. Quizá la película trace líneas de puntos sobre ese vacío que agobia al personaje, que apenas atina a deslizarse por la superficie de las cosas, pero la fruición con la que el director exhibe esa superficie inhibe sistemáticamente el dolor. Ni los discos que se escuchan, ni los colores pastel, ni la alumna del protagonista que gasta un cultivado parecido con Brigitte Bardot le prestan a la película algo más que una vitalidad decorativa que hay que estar muy despistado para confundir con sofisticación.