Triste, solitario y final...
En algunas ocasiones, la tarea de un actor puede elevar a una película a límites emocionales que, de otra manera, no hubiese alcanzado. Y eso es exactamente lo que sucede en Sólo un hombre, debut en la dirección del diseñador de modas Tom Ford.
Sin la presencia de Colin Firth en el rol de George Falconer -el profesor universitario desolado y al borde del suicidio por la muerte de su pareja con la que convivió durante 16 años-, el filme de Ford sería un elegante y bello tratado visual sobre la tristeza y la melancolía, más cerca de un estilizado aviso publicitario "de autor" que de una película conmovedora y tocante.
Pero Firth se las arregla para meterse dentro de esa superficie en extremo lustrosa y empaparla de emociones genuinas. Su mirada agobiada, su tristeza infinita, los pequeños atisbos de luz y de deseo que todavía alcanza a registrar, elevan ese museo de diseño que es el filme hasta conmover profundamente al espectador.
Ford adaptó para su opera prima la novela A Single Man, de Christopher Isherwood, texto de 1964 considerado una pieza de relevancia histórica al centrarse en un personaje homosexual. Corre 1962 y la crisis de los misiles con Cuba se escucha por la radio. Falconer, en tanto, cumple con su rutina: se baña, se viste, prepara su desayuno, acomoda todo a la perfección en su bellísima casa vidriada de las afueras de Los Angeles y marcha a dar clases a la universidad. Eso sí, lleva consigo una pistola.
El filme lo seguirá a lo largo de un día, a través de varios encuentros: con un alumno joven y bello que lo busca (el irreconocible Nicholas Hoult, el niño de Un gran chico), con un taxi-boy (el modelo español Jon Kortajarena), con su inseparable y alcohólica amiga Charley (Julianne Moore) y con sus vecinos. Todo ese recorrido estará salpicado por flashbacks de su pasado con Jim (Matthew Goode), con quien parecía tener una existencia perfecta que, un día, se acabó de golpe tras un accidente.
Ford abreva en modelos conocidos a la hora de plantear visualmente su filme. Se puede decir que tiene mucho de Wong Kar-wai (especialmente de Days of Being Wild y Con ánimo de amar), desde los motivos visuales y musicales hasta la cuidada composición de cada cuadro; un toque estilístico que recuerda a la serie Mad Men y, el mundo de los melodramas de antaño (los mismos a los que recurría Todd Haynes en Lejos del paraíso), pero con un estilo, digamos, más cercano a la publicidad o a los avisos de revistas tipo Esquire.
Esa fabulosa serie de "tableaux vivants" (alguno los comparó con publicidades de perfume y no está del todo errado) no sería más que una cáscara glamorosa pero impenetrable de no estar Firth otorgándole respiración, humanidad y hasta desesperación a cada plano. La suya es una personificación implosiva (muy británica), casi sin excesos, que logran hacer pasar al espectador de la contemplación a la compasión, de la observación a la compenetración. Pocas veces el dolor por la pérdida de un ser amado fue representado de una manera tan conmovedora.