Largo viaje hacia el fin de la noche
Sólo un hombre consigue emocionar con genuinas armas. Colin Firth le pone cuerpo y alma a un personaje contenido y desesperanzado, que ha perdido la fe y no sabe cómo seguir, pero no se permite demostrarlo.
George no puede superar la muerte de Jim. Ya han pasado varios meses pero esos dieciséis años de convivencia pesan. Viven en los recuerdos, en las risas que ya no se escuchan, en los silencios que todo lo cubren, en los despertarse solo, sin su compañía. George ha tomado una decisión para hacer de este día uno distinto. Y nosotros compartiremos ese día diferente mientras en Los Angeles siguen corriendo los años ’60.
Los rituales se respetan, sobre todo con la meticulosidad que constituye a un profesor de literatura inglés, aunque viva en EE.UU. Ya habrá oportunidad de que el azar intervenga y uno deje obrar o no. La clase sobre Huxley, los colegas, un cruce con un joven alumno, otro con un bello desconocido, los vecinos, la cena con la amiga. Demasiados signos que puntúan la dificultad de llevar a cabo los planes concebidos, demasiado dolor para que no termine doliendo, demasiado amor para que no termine doliendo.
Tom Ford (famoso diseñador que renovó las mas renombradas casas de moda: Gucci e Yves Saint Laurent) se lanza al mundo del cine adaptando una novela de Christopher Isherwood. Y sale más que airoso de la prueba. Evidentemente el mundo que construye tiene su marca de estilo, una estética afiatada (escenografías, vestuarios, fotografías, iluminación), que remite a un cine de la época gloriosa de los estudios tanto como a sus actualizaciones posteriores (Almodóvar, Wong Kar-wai), pero sin hacer lucir el continente por encima del contenido, sin vestir bonito una superficie hueca. Con aires hitchcokianos y cercano a la revisión de Tod Haynes del melodrama de Douglas Sirk, el guión se permite la referencia velada pero contundente sobre la diferencia, a la vez que plantea un amor homosexual sin prejuicios. Y además pone en pantalla el deseo homosexual sin pruritos.
La preeminencia de la mirada es central en la elección de los planos y de los encuadres. Ojos que se pintan, que se enfocan, que se buscan, que se encuentran como epítome de un recurso sexual que se proyecta en primer plano. Y que hace figura al decir de la invisibilidad con la que se los nombra tantas veces. Si se es invisible para los otros, los normales, para qué esconderse, para qué ocultarse si nadie nos ve, o ¿es que nos querrían invisibles y nos empujan a los márgenes para no vernos? Sólo una política de la diferencia zanja la cuestión. Y en ese mundo que se describe, el de la Guerra Fría, donde la paranoia y la caza de brujas es moneda corriente, decirse Otro es, como siempre, como aún hoy en pleno siglo XXI, un riesgo y una necesidad más de los demás que de los propios involucrados.
Sólo un hombre consigue emocionar con genuinas armas. Y mucho de ello se lo debe a su reparto donde cada uno cubre su rol de una manera destacada y muy especialmente a la sobresaliente actuación de Colin Firth que le pone el cuerpo y el alma a un personaje contenido y desesperanzado, que ya ha perdido la fe y no sabe cómo seguir, pero no se permite demostrarlo. Y la película emociona además confiando en los detalles así como en plantear como al pasar situaciones cotidianas y repetidas. Familias que se adueñan de los cuerpos negando a quien sobrevive la posibilidad de la despedida final. El horror al patetismo que se presenta con la edad. Y la soledad como única compañía en la vejez. Miedos particulares, quizá específicos de una elección sexual diferente, pero que a la vez son completamente universales y que así tocados amplían la franja de los espectadores que se puedan sentir reflejados.
Eso somos, nada más que los buenos y breves momentos. Una mezcla de risa y de llanto. Una saudade. El amor que sentimos y que sintieron por nosotros. Sólo hombres (como humanidad, sin distinción de géneros). Seguramente poco. Sentidamente mucho.