El reconocido diseñador texano Tom Ford se atreve a probar por primera vez su talento detrás de las cámaras. Y, hay que reconocerlo de entrada, su salto a la dirección no es un mero capricho, pocos realizadores debutan en el cine americano con una obra tan honesta y arriesgada, y a la vez, sumamente aclamada por la crítica internacional.
No hace falta conocer la vida de Ford para observar de qué manera ciertos aspectos del relato lo movilizan personalmente. Ford nos narra la historia de un profesor homosexual en la Norteamérica de comienzos de los sesenta, pero no acentúa el drama en lo difícil de asumir la sexualidad en aquella década, sino en la depresión que sufre el protagonista tras la muerte de su pareja.
Los sesenta le sirven a Ford para detenerse en los detalles estéticos de dicha época, pero consigue construir una segunda lectura a partir de la presencia de dichos detalles. No es caprichoso el empleo de elementos particulares en la puesta en escena (por ejemplo, la gigantografía de Psicosis que decora una de las calles que transita el protagonista), la minuciosa elección del vestuario, o la apelación a una fotografía de colores saturados y mucho grano, que permite trasladarnos a esos años. Hay una necesidad dramática concreta de puntualizar la importancia de la época, y ello nos conduce a la segunda lectura del film, que permite observar, a partir del duelo del personaje, el drama de asumir la propia homosexualidad en los sesenta.
Afortunadamente, esto sólo lo vemos bajo el drama de un hombre que ha perdido a su amor y que, al no poder sobreponerse a la pérdida, intenta quitarse la vida. Para que este drama no desboque y logre mantenerse con altura, Tom Ford ha contado con el protagónico a cargo de Colin Firth, excepcional por donde se lo mire, quien brilla tanto en los momentos más difíciles para el personaje, como cuando intenta alejarse del fantasma de la muerte gracias a la compañía de una amiga (Julianne Moore, con una frescura que oficia de contrapunto perfecto para George, el protagonista) y luego de un alumno. Tanto Charley (Moore) como Kenny (Nicholas Hoult) cargan con sus propios dramas y frustraciones, y su acercamiento a George exhibe de qué manera el compartir los dramas personales permite la superación de los mismos.
Sin embargo, no todo es color de rosas en este drama. Ford intenta establecer cierta unidad a través de los inserts oníricos del protagonista, pero el recurso metafórico se agota rápidamente. También llama la atención que ciertos elementos puntuales, como la fotografía, no se sostengan durante toda la película, y sólo brillen en algunos pasajes, mientras que otros aspectos, como la musica, se exceden en el subrayado dramático. Por otro lado, el sorprendente desenlace no convence en absoluto. Cuesta entender la razón por la cual Ford elige, en vez de brindarle oxígeno al drama de George, someterlo a una escena final que es un torbellino de clichés previamente sorteados con elegancia por el director.
De todas maneras, lo que brilla en primer lugar es la inspirada interpretación de Colin Firth, en un personaje que intenta ocultar su depresión a toda costa. Su actuación es la base de este film sobre un hombre que, a diferencia de la interpretación pretendidamente literal del título español (Un hombre soltero) no sufre por su soltería, sino por su soledad y su triste singularidad. Un hombre tan solo y tan singular como tantos otros.