“No nos avergüences”. Esas tres palabras resumirían lo que sucede en Sólo una mujer, la película de Sherry Hormann (neoyorquina de nacimiento, afincada desde chica en Alemania) sobre una joven alemana de padres turcos, integrante de una familia que sigue las tradiciones musulmanas y que, ni bien comienza el relato, sabemos que ha sido asesinada.
Y quien la mató fue el menor de sus ocho hermanos. Lo habría hecho “por honor”.
La película es narrada por una voz en off, que no es otra que la de Hatun “Aynur” Sürücü, cuya vida terminó muy pronto, a los 23 años. Basada en hechos reales -el homicidio se cometió en 2005, y fue el primero de varios “asesinatos por honor”-, la realizadora apela a la ficción, pero también a registros de Aynur en su vida real.
Siete años antes, Aynur debe dejar Berlín para viajar a Estambul, donde contraerá un matrimonio arreglado por sus padres. Pero ya de regreso, cuando deje a su marido -que es su primo, y quien la golpea y la abusa estando embarazada- no tendrá todas las de ganar, ni tampoco contará con el apoyo familiar.
Lo que sigue es, año por año, las vicisitudes de Aynur, que a la fuerza debe convivir con sus padres -es una de las condiciones por haber abandonado a su esposo-, pero cuando su hijo nazca, y crezca, y ella quiera forjarse su propio destino lejos del ala paterna y comience a emanciparse y mostrarse como una occidental más, las amenazas del clan se harán más frecuentes, por aquello de que es una familia musulmana estrictamente religiosa.
Con un guión más prometedor que la realización en sí, y actuaciones por cierto desparejas, Sólo una mujer expone una situación extrema, que puede parecer increíble, pero que no lo fue. El caso de Aynur sirvió para que muchos tomaran conciencia, pero una cosa son los hechos y otra la realización.