Una comedia al filo de la incorrección
El director de El milagro de P. Tinto empieza bien, con un cínico entrenador profesional de basquet condenado a hacer labor comunitaria con un grupo de “discapacitados intelectuales”, pero luego no resuelve la diferencia entre “reírse de” o “reírse con”.
El último trabajo del director español Javier Fesser, conocido sobre todo por su muy personal ópera prima El milagro de P. Tinto (1998), resulta un objeto cinematográfico de difícil aprehensión, a partir de los sentimientos y sensaciones ambiguas que puede generar en cada espectador. Reacciones que, teniendo en cuenta la temática elegida como núcleo argumental, se vuelven más personales e íntimas que nunca. Somos campeones gira en torno a la labor comunitaria que Marco, un exitoso entrenador de la liga de básquet de España, es condenado a realizar tras ser encontrado culpable del delito de manejar borracho. La pena consiste en entrenar al equipo de básquet de una asociación que trabaja con personas afectadas por distintas discapacidades intelectuales. Si se tratara de un drama tal vez no hubiera conflicto alguno, pero Somos campeones es una comedia que juega a provocar al público, haciendo equilibrio sobre el filo de la incorrección.
Puede decirse que todo el primer acto, que Fesser utiliza para presentar a Marco y plantear la premisa central de la película, es de lo mejor que se ha visto en materia de comedia en 2018. Ahí queda claro que el protagonista es un tipo irascible, pedante y mal educado al límite de lo desagradable, aunque también asoma la punta del ovillo de una crisis, que la película irá develando al avanzar. De entrada el protagonista se burla de la discapacidad del hombre que le hace la boleta por estar mal estacionado. Luego se peleará con el entrenador principal del equipo para el cual trabaja, durante un partido y frente a una multitud. Ese desborde le costará el puesto. Marco termina el día ahogando la angustia en alcohol y chocando al patrullero que lo detiene.
El prólogo cierra con un almuerzo en el que Marco discute con su madre las dificultades de la corrección política. La señora cree que la etiqueta “discapacitados intelectuales” refiere a escritores en sillas de ruedas y cuando su hijo le recuerda que el mundo era más sencillo cuando a los gays se les decía maricones, ella le encaja un cachetazo por decir groserías en la mesa.
Pero cuando la trama enfrenta a Marco al doble desafío de convivir con las peculiaridades de sus nuevos jugadores y revisar sus propios prejuicios, la película tropieza al mismo tiempo con dos piedras. La primera tiene que ver con la vieja diferencia entre “reírse de” o “reírse con”. Aunque Fesser maneja con bastante solvencia las situaciones, haciendo que cada una se desarrolle en una nebulosa en la que los límites nunca están claros, es cierto que algún espectador podrá sentir que a veces la película se desliza de forma clara en el terreno de la burla. Cada quien sabrá. En cambio resultan imperdonables los volantazos sensibleros que irá dando (banda sonora incluida) para encajar a la comedia en el purgatorio de las “películas inspiradoras”, traicionándose a sí misma. Son los riesgos de permitir que el codo de la corrección borre lo que con ingenio había sido escrito por la mano de la transgresión.