Hirokazu Kore-eda dedicó gran parte de su brillante filmografía a explorar los vínculos familiares, con una pregunta recurrente en torno a sus historias intimistas: ¿qué es lo que constituye una familia? ¿La sangre, el tiempo compartido, la costumbre?
Ganadora de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes y nominada al Oscar a mejor película de habla no inglesa, Somos una familia ensaya una de las respuestas posibles: un clan también puede formarse por elección.
Con el tono dulce -pero no empalagoso- que le es habitual, con una mirada que se posa sobre detalles sólo en apariencia triviales, aquí Kore-eda presenta a tres generaciones que conviven bajo el mismo techo: una anciana, una mujer y un hombre de mediana edad, una veinteañera y un niño, a los que pronto se les sumará una niña más pequeña. En apariencia, estamos ante un núcleo familiar más entre los tantos que todavía siguen la tradición japonesa de incluir a los abuelos en la casa.
Pero esta gente tiene algunas particularidades. Por un lado, el parentesco entre ellos no está tan claro; por otro, pertenecen a una clase social que no se suele ver en el cine actual: son japoneses pobres. Tienen trabajos precarios, alguna pensión insuficiente, y apelan a otros recursos para llegar a fin de mes. Kore-eda no se regodea en esta condición ni tampoco la idealiza. Simplemente muestra cómo desde los márgenes de la sociedad -y en los bordes de la legalidad- estas personas se las rebuscan para construir un hogar que funcione.
Cada uno de los personajes tiene su propio desarrollo individual, en escenas donde se ve cómo aportan su cuota de ingenio para sostener al grupo y mantener los momentos de felicidad compartida, que en general -circunstancia universal- vienen acompañados por el placer de la comida. La casa es chica y ahí prevalece el desorden, pero también el amor y el disfrute de la vida en común: un amarre tal vez más fuerte que cualquier lazo sanguíneo.