La anciana Hatsue afirma: “Por lo general, no puedes elegir a tus propios padres.” Nobuyo, que camina junto a ella, sugiere que “…. tal vez (el vínculo) sea más fuerte cuando elijas tu mismo …”. El diálogo se produce entre una abuela que realiza tareas hogareñas y una mujer que trabaja en una gran planchaduría de alguna ciudad de Japón.
El sentido de las filiaciones, el cómo se establecen los vínculos amorosos e incluso las relaciones parentales son interrogantes que atraviesan la historia narrada. ¿Cuándo decir mamá o papá? ¿Elegir o aceptar por parentesco la condición de ser ser hermana, hijo o sobrina? ¿Es legítimo tener abuelas por opción?
Un adulto y un muchacho entran a un supermercado. La cámara sigue su recorrido mientras ellos reconocen el terreno donde van a actuar. Por primeros planos de la cara y el cuerpo conocemos los rituales previos a la toma de artículos, apreciamos la mirada atenta y vigilante del muchacho y el modo de colocar los objetos en su mochila. Consumado el robo y ya de regreso, pagan gustosos el valor de unas croquetas. Mientras comen el adulto comenta que robó una trituradora que cuesta cerca de 2.000 yenes. “Costoso”, comenta el joven. “Si lo pagas” responde el adulto con cierta sorna.
Una pequeña casa aloja cinco personas y una niña recién incorporada. El trasiego incesante que tiene la vivienda sumado al poco espacio que se dispone, generan una convivencia colectiva constante donde lo personal rápidamente se hace público. Descansos, comidas, quehaceres domésticos, recreación, informaciones y no pocas decisiones suceden en la estrechez física que caracteriza la vivienda. Y allí, confinado a unos escasos metros cuadrados, el ojo fotográfico manifiesta su potencia para registrar el ir y venir de sus habitantes, la mesa con los alimentos, sus comidas, hábitos y objetos de uso cotidiano que apiñados guardan cierto orden. No quedan afuera del reconocimiento las miradas que intercambian los residentes entre sí, la armonía de su convivencia, la atención auténtica a los asuntos de cada uno de ellos y en especial para los pequeños. En ellos vuelcan ternura, curan sus heridas, comparten juegos y afecto físico. Y todo eso se filma desde diferentes lugares: el hueco donde duerme Shota, por tanto desde su mirada o enfocando las imágenes que se reflejan en el espejo y también mediante planos generales que permiten visualizar el movimiento e interacción del grupo de habitantes de la casa.
No hurtan lo imprescindible para sobrevivir, por qué habrían de hacerlo. ¿Cuál sería la razón de robar la mercancía de más baja calidad y precio?¿Por qué privarse de lo adquieren aquellos que pueden pagar?¿Vestir a la niña con prendas baratas de poca duración o con las de de buena calidad y más vistosas? En algún momento, Shato, el adolescente que habita la casa, reflexiona junto con Nobuyo, hasta cuándo es posible robar en una misma tienda.
Pero siempre hay una afuera. Más allá de los límites de la vivienda existe un orden establecido, guardianes que protegen la riqueza de otros, instituciones que se ocupan de regresar a sus dueños originales aquello que les ha sido sustraído o castigan a quienes no se sujetan a las reglas y procedimientos prescriptos. Ese mismo sistema de vigilancia y castigo avala que se obligue a una empleada a trabajar media jornada y por ende con la mitad del salario original y, un poco después, que los ejecutivos de la empresa conminen a esa trabajadora a decidir con una compañera cuál de la dos renuncia al empleo, todo ello en un contexto de desocupación y bajos sueldos.
Una mujer responde al interrogatorio de una policía preguntando “Dar a luz automáticamente ¿te hace madre?” Un niño que acaba de separarse de un adulto y viaja solo en un ómnibus balbucea “papá”. Una niña que se acerca a su madre es rechazada. La niña insiste e intenta una caricia. Su madre, airada, exclama “te dije que no me tocarás. Solo vete.”
Familia de ladrones, título original de la película, es una obra de diálogos cortos que al mismo tiempo son de gran intensidad dramática y fuerte carga significativa. Abundan en ella los silencios repentinos frente a las palabras del otro, los gestos que por su capacidad expresiva hacen innecesarias las voces, preguntas que conmueven los cimientos de las creencias morales y las arraigadas convenciones sobre los lazos familiares.
Koreeda intenta una mirada nueva sobre viejas cuestiones: la familia, sus vínculos, los valores morales, el rol de las instituciones estatales, la propiedad y algunas cosas más. Un director que no simpatiza con las visiones dicotómicas. Esboza retratos complejos, con personajes contradictorios, en los que muchas veces coexisten valores morales antagónicos e ideologías que en un principio resultan excluyentes entre sí.