Poderosos planos
En uno de los momentos más cautivantes de Somos una familia, un plano picado muestra a los seis personajes que conforman la ensamblada familia protagonista tratando de avistar los fuegos artificiales desde la veranda de su diminuta y atiborrada casa típicamente japonesa. De un lado del cuadro, follaje; del lado opuesto, los techos de su hogar. Ambos espacios se encuentran bañados de un azul oscuro, índigo, que al mismo tiempo que oculta, resalta. Una pequeña línea recta y oblicua asoma, tan tímida como intensa, entre el espesor azulino. Se trata de la abuela, el hombre, su esposa, la tía, el hijo y la niñita desamparada convertida en hija putativa. Los seis personajes –que no necesitan buscar un autor– se encuentran dispuestos en fila, formando esta recta oblicua, y constituyen de esta manera un centro pregnante imposible de eludir para el espectador, aun para el menos avezado en el pulso narrativo de Kore-eda. Tratar de poner en palabras, de describir verbalmente con algún atisbo de justicia, la belleza visual de la composición de muchos de los planos de esta película es una tarea no solo vana, sino destinada al fracaso más rotundo.
Ganador de la Palma de Oro en el Festival de Cannes y nominado al Oscar como mejor película en lengua extranjera, el nuevo film del reputado director de After Life (1998) y de De tal padre, tal hijo (2013) relata la cotidianidad de este empalme de timadores de poca monta, dados a robar comida de supermercados, golosinas de kioscos de barrio, vestidos de tiendas de ropa. Una noche, al regreso de un atraco cualquiera, padre e hijo encuentran a Yuri, de cinco años, desguarnecida en un balcón, con frío y evidentes marcas de maltrato, y deciden, sin más, llevarla con ellos. Así, el grupo de cinco se transforma en seis y la vida cobra una nueva rutina. La abuela rebusca dinero de distraídos familiares políticos; la mujer, mientras plancha pantalones en una lavandería, rebusca en los bolsillos de los clientes; el hombre se la rebusca de día como albañil. La joven tía trabaja en un peep show y los niños, creyendo según las enseñanzas de su familia que a la escuela van solo aquellos chicos que no pueden aprender en sus casas, vagabundean por los suburbios de Tokio y, de vez en cuando, hacen un alto para que Shota, el preadolescente, le muestre a su nueva adquirida hermana los gajes del oficio de ratero.
La trama se va complejizando con algunos giros de guion que nunca parecen solo eso. Jamás resultan solo vueltas de tuercas premeditadas para demostrar inteligencia (la de sus realizadores) y profundidad psicológica (la de personajes complejos para el beneplácito de la audiencia biempensante). Más bien todo lo contrario. Hay algo sumamente lógico y natural en la densidad argumental que se va forjando. Porque esa densidad argumental tiene su correlato en la densidad compositiva de la imagen y en el ritmo firme y acompasado de la narración. La sensibilidad de Kore-eda, hombre de indudable estirpe humanista, dispone el relato de tal forma que todas las gradaciones del gris estén incluidas. Ningún personaje es ni bueno ni malo por completo. Tampoco se los juzga. La ley hace su trabajo; el gobierno, también; los guardias del supermercado, también. El cineasta, cuya visión sabe exponer el detalle y en detalle sin necesidad de resaltar, presenta un estado de situación, a la vez íntimo y general.
Por todo esto, Somos una familia es mucho más que una película que trabaja sobre el mundo, sobre sus relaciones y vínculos sociales. Es, además, una obra de infinita delicadeza que trabaja con el mundo, con sus geometrías –algunas complejas, barrocas, y otras espartanas–, con sus espacios –vastos o exiguos, siempre incongruentes–, con sus vacíos –morales y afectivos–, inclusive con sus comidas, sus olores, sus sensaciones y sus berretines. Entonces, Somos una familia no es meramente una sumatoria de planos sino que, parafraseando la célebre frase godardiana, cada plano en ella no es solo un plano: es el plano justo.