“Ladrones de tiendas” es el título de venta internacional de esta película. “Una familia ladrona de tiendas”, sería acaso la traducción más aproximada del original japonés. “Somos una familia”, se rebautizó acertadamente en estas pampas.
De eso se trata, del sentido de familia, el amor que se tienen sus integrantes, y el calor de hogar, no importa que sea una casucha rasposa, y al parecer en este caso tampoco importa demasiado cómo llevan el pan a la mesa, mientras lo coman todos juntos.
El detalle es que una noche de invierno también se llevan una nena que estaba a la intemperie. Cuando la quieren devolver, advierten que estará mejor con ellos. Pero esto es apenas la punta de la madeja. La historia se toma su tiempo para que vayamos conociendo a los personajes, les tomemos cariño, y empecemos a sospechar algo. Luego, tras un giro inesperado, una desgracia con suerte, vendrá el momento de la verdad, sin levantar el tono, pero con una intensidad y un fondo moral que obligan a pensar todo de nuevo. Todo, inclusive el concepto tradicional que tenemos de familia.
Hirokazu Kore-eda sabe regalarnos películas de mucha ternura, como “Nuestra hermana menor”; a veces hábilmente irónicas, como “De tal padre, tal hijo” (la de los chicos cambiados en el hospital), pero “Somos una familia” es como una de las primeras que hizo, “Nadie sabe”, sobre niños que crecen por su cuenta.
Dramática y, aun así, amable, con esos toques de estilo que lo confirman como un verdadero artista en la cinematografía actual. Es simplemente hermoso, y hermosamente simple, el capítulo donde la familia pasa el día en la playa, el hijo mayor descubriendo su pubertad y la abuela cubriéndose las manchas, ya con la vista medio apagada (ella es, o mejor dicho era, Kirin Kiri, la viejita de “Una pastelería en Tokio”).