Estamos ante tal vez, la más occidental de las películas del realizador Hirokazu Kore-eda, una propuesta que recupera algunos de temas trabajados en producciones anteriores (vínculos, familia) impulsados por la particularidad de una historia que trabaja el amor en todas sus acepciones, el amor de pareja, el amor de padres a hijos, de hijos a padres, de seres desconocidos que albergan amor para los demás.
En “Somos una familia” una familia adopta a una niña que es víctima del abandono y la desidia de sus padres. Ese sería el disparador de un relato que de manera simple comienza a tejer una red de sub ítems que potencian la descripción de personajes y sus acciones.
En el recibir a esa niña desprotegida, hay un vínculo que se establece entre los miembros de la familia instantáneo, rápidamente es asimilado por el resto de los mortales que los conocen, y configurando así un particular viaje de identidad que irá tomando caminos insospechados para el espectador.
El director, como siempre lo ha hecho, sorprende con una profunda reflexion sobre los vínculos de sangre, y cómo estos pueden, o no, manifestarse en aquellos a los que uno debe, por obligación, relacionarse. Lo más interesante de “Somos una familia” es su desarrollo, en el que se van presentando pistas para comprender el porqué de las decisiones que los personajes, principalmente los adultos, toman y se arriesgan a tomar.
Hay una posibilidad, que se escapa desde el planteo, y que la hace potente, más que sus premisas, que imposibilita la concepción de poder relacionarse con otro a partir de la identificación y la necesidad, y que ese vínculo sea tal vez más fuerte que una relación marcada por la sangre.
Allí, cuando la reflexión se impone a la acción y al diálogo, como cuando los dos niños se introducen en la pequeña tienda cercana a la casa, e intenta la más pequeña hacer su primer robo, es donde esta película encuentra su base para construir un apasionante drama humano, golpeando al espectador en donde más le duele, en su comodidad burguesa.
“Somos una familia” muestra un Japón alejado de los filtros e histories de Instagram, con la miseria dando vueltas, en casas con pisos de tierras y la necesidad de hacer “shoplifter” (algo así como un robo imperceptible, título original del film) para sobrevivir.
En la empatía con los protagonistas, en el hacer olvidar algunas cuestiones asociada a la moral de las acciones, y, principalmente, en poder demostrar una vez más, que el amor salva, es en donde este relato, doloroso por momentos, sobre qué es una familia, encuentra su verdadero vínculo, el que entabla con el espectador.