Ganadora de la Palma de Oro en el último Festival de Cannes y reciente nominada al Oscar como Mejor Película extranjera, Somos una familia, de Hirokazu Kore-eda, es un particular retrato de una familia alejada de toda convención.
La historia trata sobre los Shibata, una familia de clase baja que vive en una minúscula casa de un barrio residencial de Tokio. Para llegar a fin de mes, además de con lo que ganan con sus trabajos mal pagos, se dedican a robar pequeñas cosas que necesitan y algunos otros artículos que luego venden. La familia se compone de una abuela: Hatsue Shibata, dueña de la casa en la que viven; el matrimonio formado por Osamu y Nobuyo Shibata, él trabaja en la construcción y ella en una lavandería; un hijo, Shota, que no está escolarizado porque, según su lógica, ahí sólo van los chicos que no pueden estudiar en su casa, y la nieta de Hatsue, Aki Shibata.
Una noche de frío, Osamu y Shota encuentran a una niña, Yuri, que parece estar en estado de abandono, y la llevan a cenar con ellos con la intención de devolverla después. Pero la familia descubre que la chica tiene cicatrices de algún maltrato y decide quedarse con ella. En apariencia todo es felicidad hasta que un trágico suceso y un accidente durante un robo fallido sacan a la luz los secretos de la familia y amenazan con destruirla.
Hirokazu Kore-eda va armando lentamente los lazos de esta familia desordenada, desprolija, con algunos comportamientos debatibles. Somos una familia cuestiona los lazos de sangre, en especial en un momento bisagra: un tercer acto cargado de revelaciones para desarticular lo que venía construyendo en la primera parte. Como en un terremoto, mueve los ladrillos en los que estaba cimentada esta pequeña célula de parentescos enrarecidos, ambiguos, con actos moralmente cuestionables, pero a la vez cargados de afecto. La visión de los invisibilizados, postergados habitantes de un Japón fuera de toda postal turística, en la que un padre le enseña a cometer pequeños robos a su hijo, una abuela se corta las uñas de los pies mientras los demás comen a pocos centímetros, un chico duerme en un placard, una joven trabaja, vestida de colegiala, brindando un show de sexo simulado a través de un vidrio, la anciana vive de una pensión de dudoso origen y todos los miembros deciden, a la vez, que está bien quedarse con la pequeña que encontraron en un balcón y que adoptan como hija propia.
Las fuerzas complementarias y opuestas de todas las cosas, el yin y el yang, en una galería de personajes y situaciones que no son juzgados por el director bajo una lupa moralizante. Al fin y al cabo, cada uno de ellos es consciente de sus actos y en su lógica de pensamiento todas las piezas encajan en pos de sostener una familia unida.
El realizador de Nadie sabe estructura un relato sensible y hasta se permite el atrevimiento de que todo se ensombrezca cuando en la felicidad de esa familia se inmiscuya el Estado en la burbuja en la que un grupo de oprimidos, que había desafiado las convenciones, vivían contentos.