Si no fuera por la presencia de Sandler y sus amigos, Son como niños caería rápidamente en esa la categoría de películas familiares autocelebratorias que bordean la vergüenza y el asco moral. Y digo Sandler y sus amigos porque eso es lo que se percibe a lo largo de los ciento dos minutos de película: que Adam Sandler invitó a Kevin James, Rob Schneider o David Spade para reírse un rato y poco más que eso. “Chicos, vénganse a casa este fin de semana que hacemos un asado y de paso filmamos una película”. La camaradería del grupo se nota más allá de los diálogos, los gags o la construcción de los personajes, y es fácil sentirse compinche de ellos por un rato burlándose de las mismas cosas. En eso, Son como niños es una película generosa, porque nos invita a participar de la intimidad de los personajes y a ser sus cómplices. Como en la escena del velorio, cuando Schneider canta el Ave María y los demás se tientan: esas risas desbordadas valen más que todos los discurseos sobre la naturaleza y la familia que vienen después.
De a ratos, Dennis Dugan recupera lo mejor de las películas de Sandler: la incorrección y el humor físico; el nene de James de cuatro años que todavía toma la teta de la madre, los chistes con la novia de Schneider (mucho más vieja que él) o los golpes en la frente que le propinan a Spade cuando se queda dormido son algunos de los mejores. Y lo físico, como corresponde a toda película de Sandler, ocupa un lugar de peso que excede el humor: en Son como niños los cuerpos de los personajes cobran un matiz dramático fundamental, como ocurre con la inmensidad barroca de James o la pequeñez y elegancia de Spade. En ese marco corporal, el deporte (eterno tema del cine sandleriano) se vuelve casi una manera de realizarse en el mundo. Un campeonato de básquet es el vínculo más importante con el pasado y la forma de ajustar cuentas con el presente. Pero acá es donde Dugan se enreda, porque pareciera que todas las aspiraciones de los padres de la película se resumen en que sus hijos tomen contacto con la naturaleza como lo hacían ellos cuando eran chicos. Jugar a la Playstation 3 está mal y tirar piedras al agua es un acto de humanidad plena: en ese contraste maniqueo y simplón se condensa gran parte de la ideología de la película. A la par de otros grandes tópicos que campean en el cine estadounidense, esa revalorización de lo natural es caprichosa y nunca está explicada.
Son como niños, además, es muy pobre a la hora de construir el humor. Más allá de uno o dos buenos diálogos (que funcionan más por la química que hay entre los actores que por la precisión del guión) o algunos gags físicos efectivos, Dugan apuesta a los chistes repetitivos y previsibles, en especial al slapstick en su versión más chata, como se nota en las caídas o heridas que reciben varios personajes. La operación es igual de grosera cuando se piensa a la familia: los matrimonios tienen problemas y los hijos son insoportables pero al final todo se arregla porque la gente se quiere y, parece decir la película, es mucho peor estar por fuera de los límites de la seguridad familiar que padecer sus efectos, como le pasa al personaje de David Spade, el único soltero del grupo (las mujeres le dicen que le falta madurar porque no está casado, aunque a él se lo note muy satisfecho con su vida). El problema no es la postura que se adopta sino que la visión de la película, miope y de corto alcance, carece de matices que le ayuden a elaborar un comentario menos tosco sobre las bondades de la familia.
La única forma de escapar del aleccionamiento torpe de Son como niños es verla como una improvisada reunión de amigotes, una película hecha a las apuradas que necesita de una excusa para mostrar a sus personajes muriéndose de risa en una iglesia o tirándose por un tobogán de agua.