Los chicos crecen (para mal)
Adam Sandler es uno de los actores-autores de la comedia norteamericana más interesantes que hay, por varias razones. Primero que nada es, junto a Ben Stiller, el que ha logrado mayor proyección a nivel mundial, a diferencia de otros, como Will Ferrell o Jason Segel, que han quedado circunscriptos a las fronteras estadounidenses. Segundo, porque es tan desparejo como ecléctico en sus obsesiones temáticas y/o estéticas. Tercero, porque incluso sus filmes más mediocres, como Click, son pertinentes muestras de cómo un excelente comediante puede caer muy pero muy bajo.
Como viene haciendo últimamente, Sandler se rodeó de todo un grupete de amigos, pero no para cameos o secundarios, sino para papeles protagónicos, que incluso compiten con su estrella. Y esto en Son como niños se explicita mucho más, ya que esta historia sobre un grupo de amigos de la infancia que se reencuentran luego de treinta años a partir de la muerte de su entrenador de básquet, explicita dos nociones: los vínculos amistosos entre estas figuras y la conciencia de que el paso del tiempo ha hecho mella en sus cuerpos y mentes, ambos trasladados desde el plano real al ficcional.
Pero hay varios problemas. Para empezar, los amigotes de Adam: Chris Rock, David Spade, Kevin James y Rob Schneider (estos dos últimos en menor medida) a lo largo de sus carreras han ido demostrando que, por desgracia, les sienta mejor el formato televisivo que el cinematográfico. Es como si sus ideas tuvieran capacidad de expansión para un sketch, un monólogo o una sitcom, no para un largometraje. De ahí la recurrencia a chistes con pedos o tetas, que ya de por sí carecen de gracia. A eso se suma el cansancio que parece evidenciar Sandler, lejos de la fructífera exploración de sus personajes iracundos, las relaciones humanas e incluso los comportamientos políticos entre las naciones y etnias.
Sin embargo, lo peor pasa por el subtexto subyacente en la trama, de carácter altamente retrógrado y despótico. A diferencia de otros filmes sandlerianos, como La herencia del señor Deeds o Locos de ira, el humor no adopta un rol de defensa de los oprimidos y marginales, sino de simple burla hacia el más débil. Algo parecido sucede con el rol de las mujeres: no adquieren nunca una identidad propia, están siempre en función de los hombres y la única forma en que se les permite divertirse es mediante la apreciación completamente superficial de otro hombre. Y ni que hablar de la resolución de los conflictos de pareja, que se resuelven en una escena desmadejada, más o menos así: “che, tenemos conflictos”, “bueno, pero no te preocupes, que está todo bien”, “OK, tenés razón, fin del tema”. Es llamativa la arbitrariedad con que se reivindica la institución matrimonial, como si no quedara ningún otro camino y se tuviera que sacrificar toda objeción, por más razonable que sea.
Adam Sandler sigue fluctuando entre el conservadurismo ideológico y narrativo, y la vocación rupturista y desenfadada. Son como niños se inscribe en la primera tendencia, aunque no provoca la misma indignación que Click o Golpe bajo. Sus próximos proyectos -Just go with it y The zookeper- a priori no nos hacen albergar muchas esperanzas, pero mientras tanto podemos aferrarnos a la idea de que este tipo nos ha hecho disfrutar de grandes películas como La mejor de mis bodas, Little Nicky, Embriagado de amor o Como si fuera la primera vez. Y eso no es poca cosa.