Los ruidos sociales
En la excelente ópera prima de Mendonça Filho hay toda una serie de niveles de lectura e interpretación que nunca están enunciados de manera explícita, sino que deben ser inferidos.
El silencioso prólogo de Sonidos vecinos, con unas viejas fotos testimoniales en blanco y negro, da un poco una pista de lo que vendrá. Quizás esos humildes campesinos y proletarios del estado brasileño de Pernambuco, con sus miradas tristes y, a veces, cándidamente ilusionadas sean quienes, a pesar del tiempo transcurrido (que no es tanto: ver entrevista con el realizador), aún se encuentran en el sustrato de la ciudad de Recife, brutalmente modernizada con esos enormes edificios de departamentos que semejan fábricas, o incluso cárceles, por más que sus moradores pertenezcan a las clases más acomodadas.
En la excelente ópera prima del brasileño Kleber Mendonça Filho (un director que a partir de ahora habrá que seguir), hay toda una serie de niveles de lectura e interpretación que, sin embargo, nunca están enunciados de manera explícita, como si el guionista y director se hubiera propuesto dejar que afloren libremente de las relaciones entre los personajes y sus ambientes.
Es que Sonidos vecinos (un título local que no alcanza a hacerle justicia a la polisemia a la que invita el original, O som ao redor, de difícil traducción) no es un film que trabaje sobre estereotipos sino más bien sobre arquetipos: la rica familia propietaria de esa calle en la que transcurre casi todo el film, lo mismo que la clase prestadora de servicios que la abastece, no expresan prejuicios inmutables a la manera de los teleteatros sino que, por el contrario, parecen responder más bien a una profunda cadena de imágenes de valor simbólico, representativas de la constitución de una sociedad.
Lo notable de Sonidos vecinos es el modo, eminentemente visual y por supuesto sonoro, con que Kleber Mendonça Filho pone en escena esta asordinada, austera microrrepresentación de la lucha de clases. Hecho de infinidad de detalles que se van superponiendo y encastrando como las piezas de un rompecabezas, el film de Mendonça Filho emana un extrañamiento, un aura esencialmente misteriosa, que tiene que ver con su forma.
En primer lugar está su magnífica utilización del espacio urbano, de una caracterización casi abstracta, como si el modelo visual del director hubiera sido el de algunos films de Michelangelo Antonioni. Luego está su estructura, dividida en tres capítulos, como si fuera una novela hecha a su vez de pequeños mosaicos o párrafos autónomos que, sin embargo, van cobrando una misma dirección de sentido. Y finalmente está el sonido –de aspiradoras, sirenas, lavarropas, teléfonos, sierras eléctricas y hasta del incesante aullido de un perro– que va creando una lenta pero creciente tensión dramática, clara expresión de una violencia latente, tanto social como intrafamiliar.
Tal como bien señala el director, hay dos evidentes cisuras en el relato, dos excursiones al pasado que quiebran deliberadamente la rabiosa estética contemporánea del film. La primera es la visita del joven Joao con su novia a la vieja fazenda rural de su familia, el arcaico origen de su riqueza actual. Esa recorrida fantasmal de Joao y su chica por habitaciones abandonadas parece remitir a una escena similar en El Gatopardo (1963), de Luchino Visconti, cuando Tancredi (Alain Delon) le muestra a Angelica (Claudia Cardinale) las enmohecidas estancias del palacio siciliano del viejo príncipe Salina (Burt Lancaster), un patriarca feudal que tiene en el abuelo de Joao un inesperado sucesor tropical.
En espejo, el otro viaje hacia el pasado es aquel en el que la novia de Joao lo lleva a ver la casa donde ella vivió en Recife y que está a punto de ser demolida para levantar en su lugar otra horrible torre de cemento cubierta de rejas. Y esa piscina abandonada que encuentran parece expresar no sólo el extraño vacío que de pronto se abre ante ellos sino también entre los distintos estratos de una misma sociedad.