Todo fuera de control
Los abuelos como nexo de dos generaciones posteriores, sumidas en las obligaciones diarias y, a su vez, aisladas por la tecnología. La familia Simmons no fluye sanamente. Dos grandes actores como Bette Midler (Diane) y Billy Crystal (Artie) buscan reflotar una correcta idea argumentativa, pero fracasan en los chistes generacionales y gags forzados, sumado a que se contagian del frenético ritmo de los dueños de casa: mamá Alice y papá Phil, una pareja esclavizada a su trabajo que consiente a sus hijos, lo que no quiere decir que les preste atención. Por si fuera poco, la familia es conejillo de indias de un sistema central de control hogareño que funciona por voz y, fríamente, les recuerda obligaciones diarias. Un invento de papá Simmons para huir del orden familiar. Y correr y correr.
Esta militarización tecnológica los anula en sorpresa e improvisación, lo mismo que pasa en el desarrollo de la película, donde el salvavidas cae en los abuelos. Rechazados al principio, Diane y Artie asumen con cierta hipocresía la idea de cuidar la casa por un fin de semana con los papis fuera de órbita. Y la tecnología les jugará malas pasadas al igual que los pequeños Simmons. Ellos son lo más rescatable del filme, con la preadolescente Harper que estudia día y noche para entrar a un conservatorio, el tímido Turner que sufre de bullying escolar o el pelirrojito Barker, hiperactivo, extorsionador, caprichoso -demasiado insoportable- que se relaciona con un canguro imaginario. Cada uno con sus presiones a cuestas.
Cuando la película baja sus revoluciones, se pone seria, reflexiva (y algo triste), los personajes funcionan mejor, no así en el plano de la comedia. Los enredos familiares funcionan bien detrás de un guión sólido, que no es este caso, el único sustento es dejar de ser islas y transformarse en familia. Patear una lata, embarrarse, mojarse, quererse: las cosas simples de la vida, sin tanto gadget de por medio.