Cine chatarra
El estreno de Soy el número cuatro es la prueba de cuánto depende la industria norteamericana de las fórmulas. Así como para todos los 14 de febrero se estrenan una o varias películas sobre San Valentín, para los primeros meses del año nunca falta una película de acción y fantasía dedicada a los jóvenes, generalmente basada en una novelita exitosa en Estados Unidos, protagonizada por estrellas en cierne bajo la dirección de algún hombre de confianza (lo que en Hollywood significa: alguien que filme lo que los estudios quieren, rápido y barato). Soy el número cuatro, un nuevo eslabón en esa serie, está dirigida por D. J. Caruso y estelarizada por el joven británico Alex Pettyfer, dos que ya tienen experiencia en este tipo de productos: el director fue responsable de Control total y Paranoia, ambas con Shia LaBeouf, y el actor protagonizó Alex Rider: Operación Stormbreaker. Como en años anteriores, el resultado es de manual y los atractivos cinematográficos, muy pocos.
Igual que otras películas de su clase (incluyendo las sagas Eclipse o Harry Potter), que a partir de las metáforas de lo paranormal, el vampirismo, la divinidad o la magia juegan con la idea de la adolescencia como tiempo y espacio de permanentes conflictos de uno contra todo (donde todo incluye a uno mismo), Soy el número cuatro se mete en el berenjenal que faltaba: el adolescente como extraterrestre. John es un joven que parece vivir una vida perfecta de sol y playa, de amigos y chicas. Pero resulta que el muchacho es, sí, extraterrestre: uno de nueve sobrevivientes enviados a la Tierra para salvar su raza. El problema es que hay otros seres del espacio, feos y brutales, que los vienen cazando en orden: ya mataron a tres y John es el cuarto. Lo más incómodo del asunto es que cuando uno de los suyos es asesinado, el cuerpo de John despide unos rayos de luz, que esta vez le espantan a la chica de turno en el mejor momento. Huyendo de un pueblo a otro al cuidado de su protector Henri (Thimoty Oliphant), John no tiene una vida social estable y mucho menos, identidad. Es por eso que, cuando llega al que será su nuevo hogar, el amor aparecerá como un nuevo obstáculo para su supervivencia.
Con un imaginario de todo por 2 pesos en pos del consumo masivo, Soy el número cuatro es al cine lo que una hamburguesa con papas fritas a un plato gourmet. En esta idea del cine como comida rápida (chatarra también le calza), la película es casi siempre un desacierto. Y no sólo por lo previsible de la historia, el CGI a reglamento, los problemas de continuidad, el humor tonto o el esquematismo moral en el que los malos son feos por defecto y los lindos siempre buenos. Hay en la película una falta de preocupación por la coherencia y la cohesión interna. Nadie pretende que haya que explicar los motivos por los que estos chicos fueron exiliados de su planeta, ni de por qué los otros los persiguen. Pero que no haya ninguno, nunca, ya parece mucho. Del mismo modo, la reducción de la adolescencia siempre a lo mismo, sin matiz alguno, resulta casi ofensiva. El lugar común de los chicos raros estigmatizados por los piolas del colegio, el amor inmaculado que nunca se consuma en pantalla, la inseguridad permanente, todo presentado sin variantes de una película a la otra termina por agotar. Mientras tanto, un film muchísimo más entretenido y original en cualquiera de los sentidos posibles, como lo es Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños, ni siquiera tuvo un estreno comercial en cines. ¿Quién lo entiende?