La sorpresa que nos llevamos durante el primer encuentro con los milenarios huaorani, comunidad indígena ecuatoriana, es que la gente y sus formas de vida no se diferencian en gran medida de las que podrían verse en cualquier asentamiento marginal perdido en la selva de alguna provincia argentina. Los huaorani visten remeras, jeans y zapatillas, habitan casas de madera, pueden ver televisión, escuchar radio y algunos hasta tienen cocina y gas. Es por eso que Soy Huao, contra cualquier pronóstico, se ofrece tan poco exótica y con altas dosis de naturalismo. El trabajo del director Juan Baldana tiene mucho que ver con ese tono de observación que desdeña lo pintoresco, porque en Soy Huao, aunque casi no se habla castellano, nunca se recurre a explicaciones, subtitulados ni comentarios. Al renunciar a cualquier tipo de didactismo (que seguro habría potenciado el costado pintoresco de los huaorani) la película gana en densidad y se vuelve pura superficie: de sus rituales, diálogos, hábitos alimenticios, juegos y chistes se nos escapa gran parte del sentido, y solamente alcanzamos a retener gestos, actitudes e impresiones vagas. El mundo indígena nunca se convierte en territorio apto para desplegar una mirada exótica sino que acaba por volverse un misterio opaco que solamente podemos penetrar, efímeramente, a través de algunos planos y caras que parecen decir un poco más que el resto. Lo demás permanece vedado y la sensación es que nos estamos perdiendo algo importante, como ocurre en la escena con toda la familia sentada frente a cámara (seguramente el plano más calculado de la película): todos ríen, pero es imposible saber si están festejando un chiste interno o si el blanco de sus burlas es la misma cámara (o sea, nosotros).?