¿Vale más ser un buen director de cine o reconocerse como un espectador fiel?
Yo estoy hecho de cine
Ya en el minuto diez de este documental que desnuda los procedimientos de filmación de una historia, se nos está mostrando un realizador que sabe plenamente de música. Su descripción del ritmo para un documental sobre sí mismo nos da a entender que sus conocimientos no son superficiales, sino profundamente atentos. La película toma el riesgo de concientizar el proceso cinematográfico tomando como batuta la figura de José. La presentación de los personajes incluye los incisos del guión (escena #, interior/exterior, nombre del entrevistado) como si nos estuviera presentando, no ya el registro del proceso, sino la transparencia por sí sola.
No importa que cierta añoranza entorpezca el resultado final con, por ejemplo, el recurso de la cámara lenta. Más vale la memoria prodigiosa de José Martínez Suárez, no sólo para hablar de sus películas y los involucrados en ellas, sino de otras obras que lo han marcado, los detalles de cualquier anécdota y hasta de la disposición geográfica de Buenos Aires, la cual confiesa amar en una escena. La memoria adquiere entonces una relevancia como cómplice del cine, como documento más fidedigno a la realidad, por encima de lo ilusorio.
Yo lloro en el cine… si corresponde, ¿no?
Se nos ha enseñado que la emotividad puede empañar nuestras decisiones cotidianas. Nos avergüenza la sensiblería. Y de todas maneras, aquí tenemos a un director de renombre reconociendo que la primera vez que veía Cumbres Borrascosas (la versión de William Wyler), dudaba de cuál era la realidad: ¿la que acababa de ver o la que estaba viendo al salir de la película? Y procede a reconocer que llora en el cine, hace una pausa, “si corresponde”. Visto así, el cine es un confidente ante el que uno se desahoga, sin perder de vista su alcance real.
Yo no soy un director de cine, yo soy un técnico
Mientras el documental va desnudando el proceso de filmación y nos muestra los detrás de cámara, la manera cómo José da instrucciones a quien lo va a entrevistar o indica qué música quisiera para esta película sobre él, queda la impresión de que estamos entrando en confianza con una autoridad del cine. Pero es alguien que no se comporta como tal. Mucho más allá de las etiquetas, están las preguntas urgentes para un hombre que ha sido cine. Y lo ha sido porque tiene un conocimiento pleno de las áreas cinematográficas que no escatima en saber cada uno de sus detalles. Reconocerse técnico no es un gesto de humildad en su caso, sino de aceptarse como profundo artesano de la imagen.
Si la extensión de la película cansa, es más porque su ritmo se dilata en vueltas innecesarias como diálogos o un reconocimiento por parte de la ciudad que lo vio crecer, cuando ya había quedado evidenciada la humanidad del realizador en escenas anteriores. El documental logra retratar no sólo a un técnico de la imagen, sino también a un técnico con pleno calibre de las emociones y la memoria. La impronta de sus películas, como El Crack, Dar la Cara, Los Chantas o Los Muchachos de antes No Usaban Arsénico, parecieran quedar en un segundo plano tras su humor certero y su memoria prodigiosa.