Spencer, de Pablo Larraín
Hasta hace poco, o relativamente poco, sólo conocía al fotógrafo chileno Sergio Larraín (1931–2012) que tuvo el honor de pertenecer a Magnum en los años ´60s. Ahora, desde 1988 con su primer film, Desde el Olvido, viene creciendo la figura de este otro Larraín, Pablo, que nada tiene que ver con su homónimo. Incluso su cine es casi su antítesis. Sin caer en el relato posmoderno, salvo No (Chile, 2012) es un cine profundamente perturbador, podría decir que cercano a Gus van Sant.
Conocí a Larraín con El Club (Chile, 2015), vi No para saber algo más de él, y a pesar que la recomendé y la vi un par de veces, no le volví a prestar atención hasta ahora que ví Spencer, y me obligó a ver Jackie, para poder tener algunas ideas más claras.
Ya en El Club hay un uso de la fotografía que se repite tanto en Jackie como en Spencer que es una suerte de fog o niebla; en los 70 un fotógrafo húngaro había descubierto lo que se llama el “flasheado” que es una suerte de exposición previa del negativo a la luz que hizo furor en esa época.
El director de fotografía húngaro Vilmos Zsigmond [ASC] es uno de los personajes más influyentes de su tiempo. Llegado a EEUU junto con su amigo Laszlo Kovacs en 1956, después de haber rodado abundante material de los soviéticos a Budapest, sin importar los antecedentes en EEUU comenzaron con un trabajo todavía hoy rentable que es realizar retratos a domicilio y suplementado con trabajo de laboratorio, (negocio que arruinó los autoservicios de kodak), para después empezar a rodar películas de escaso o nulo presupuesto. Si Kovacs con Buscando mi destino (Easy Rider, Dennis Hopper, EEUU, 1969) encontró su lugar en la industria, Zsigmond algo más tarde, de la mano de Robert Altman con Los Vividores (McCabe & Mrs. Miller; R.Altman. EEUU. 1971) llevan la técnica al estrellato
El flasheado (llamado así porque se le da un “golpe” de flash al negativo) fue empleado en cine por primera vez por Freddie Young OBE, BSC, (UK 9 1902 –1998) en la película Llamada para un muerto, (The Deadly Affair, Sidney Lumet, UK,1966). Consiste en pre-exponer al negativo a una determinada cantidad de luz controlada (pero mínima) antes de su exposición final en el rodaje, y tiene como resultado la reducción del contraste propio del negativo, consiguiendo así también reducir densidad de las sombras lo que redunda en que los colores sean más suaves.
EL flasheado fue una solución técnica cuando todavía el control de luz estaba en la prehistoria, no existían los kinos, y mucho menos las post producciones digitales. Un trabajo como el de Kurosawa en Dersu Uzala era tarea titánica, incomparable con el set iluminado de manera perfecta como usa Tim Burton en La leyenda del jinete sin cabeza.
Para mi, en Larraín deja de ser una técnica o un elemento decorativo y se convierte en un recurso estético; lo que en El Club parecía un problema como resultado del bajo presupuesto, en su reiteración se torna significante, en lenguaje o discurso.
Un textura (fog) que se presenta como luz parásita empieza a funcionar en la reiteración como un contrapunto a ese otro preciosismo que combina la puesta (arte), y fotografía, tan típico de un Visconti o los Coppola (padre e hija) incluso el fog fue una marca de Vittorio Storaro o Ennio Guarnieri fotógrafo de Zefirelli.
A diferencia, nuestro director chileno parece poner entre el espectador y lo que sucede un lienzo o, digámoslo de otra manera, entre el espectador y la historia hay algo, lo que se podría llamar una veladura, hay algo velado. Por más que se indague y se quiera construir una verdad lo más próxima a lo que se supone realidad, realidad que siempre se escapa. Y es aquí, en este punto donde creo que opera el cine de Larraín, en el dilema entre verdad y realidad. Incluso si se afirma de manera contrafáctica que el fog es un recurso para dar cierta verosimilitud de documental, el problema de realidad y verdad se afirma.
Cuando salí de la sala de proyección (Spencer) tuve la misma sensación que había tenido con El Club, diciendome: Larraín me debe una película de terror clásico, sin saber yo que ya nos lo había dado en La historia de Lisey que había visto sin detenerme en el director. No sólo era el filme de terror sino que resonaba como un conjunto de películas donde la mujer era protagonista, pero no cualquier mujer, y créanme, no un cine de hombres travestidos en feministas.
Lo interesante en el cine de Larraín es que pareciera siempre usar a la persona (no deja de cumplir lo prometido). Tambien tiene uno o varios temas que no podría llamar secundarios pero que se reiteran en su universo: una mujer que en algún momento aceptó y se puso a disposición del poder o discurso del poder en determinado momento, por algún motivo (desaparición, muerte o desacuerdo por la crianza) se subleva. Quizás Larraín más que esbozar un conjunto de mujeres que se rebelan, pasa a mostrar a través de estas mujeres, los juegos del poder; ahora cuando por alguna razón surge un conflicto y no se tiene ese poder, entonces aparece la locura simbólica y el real producto de la violencia simbólica y real que se ejerce contra ese cuerpo que se vuelve cada vez más extraño, como si fuese una enfermedad autoinmune, el propio cuerpo finalmente no se reconoce y se ataca a sí mismo.
Larraín conoce de cerca estos juegos, de padres cercanos al poder pinochetista, ministros en los gobiernos de Piñera, su cine provoca revulsión, no porque sea obsceno, sino porque el poder mismo que muestra es obsceno.
Si Jackie lucha contra que su marido se convierta en un presidente asesinado más, Diana lucha por seguir siendo Spencer, el film comienza en el final de su historia palaciega, cuando logra finalmente en un gesto diríamos heroico enfrentarse a la familia real que se está dedicando a la caza de faisanes. Es conocida estas aficiones de caza de la familia real británica y sus acólitos, faisanes, zorros, humanos por qué no, pero a eso se dedican sus servicios de inteligencia.
El films, o los filmes de Larraín, se cruzan en alguna medida con la trilogía (en realidad tetralogía si se considera el Fausto como parte) sobre el poder de Sokurov (Aleksandr Nikoláyevich Sokúrov en ruso: Александр Николаевич Сокуров, 1951), en donde uno de los méritos más interesantes y perturbadores de esos filmes es mostrar cómo el poder ahora ya simbólico, Hitler, Hirohito, Lenin, es vigilada por el poder fáctico.
Casi como el subrayado de un libro de Foucault muestra que el poder son todos, entonces que queda para las víctimas: también hacen al poder, en definitiva lady Di es una chica rica, que no supo estar a la altura de las circunstancias, le gustaba mÁs comer comida “chatarra” y escuchar música pop, pero si, manejando su Porsche Carrera negro.
Si el final es feliz, a mi juicio, no es feliz porque Diana Spencer logra imponerse como madre sino porque muestra el comienzo del fin de la monarquía británica, quizás la reina madre se debiera haber jubilado hace tiempo, pero sabe que nadie en la familia puede ya hacer su trabajo, que tampoco es Catalina II la grande Emperatriz de Rusia; Bobby Kennedy le dice a Jackie podríamos haber hecho la diferencia, Lady Di se lleva a sus hijos ante la mirada dolida del padre e impotente de la reina, el tiempo de las grandes epopeyas ha terminado, Jackie se debe resignar a poder imponer el lugar donde van a enterrar al marido lo que parece que hace por él, en realidad lo hace por ella.
Las dos mujeres están unidas por un collar de perlas, uno gigante de Diana y otro, el de Jackie, la última no se lo saca y camina al lado del carruaje del marido muerto, Diana Spencer, finalmente se lo arranca y le lleva a sus hijos para que no se inicien en la cacería de animales.
El porsche en el que se van sea real o no, es de color negro.
La historia de Lady Di no es mayúscula, la pelea que tiene con el marido por los hijos, es cotidiano en la caba. Ella no hace ninguna “patriada” enfrentándose a los cazadores, los dados están echados, es María o Diana. Lo notable es que Larraín logra actualizar el problema nodal del poder, y nos muestra cómo éste camina en los bordes de la insanía. Los curas cómplices y pedófilos, cuando están dentro del círculo, son marginales obscenos cuando están afuera, Jackie lo dice permanentemente, Bobby lo dice, Diana lo sabe, es una elección tal que los que están dentro la convierten en loca, sólo por un gesto de amor se puede sanar.
La resolución de Spencer me hizo recordar a Ostrov (en ruso, Остров, Pavel Lungin, 2006) donde la sanación queda suspendida entre la mística, el milagro y la intervención, y que no es más milagroso que una intervención correcta, y que no es más amoroso que la transferencia.
Algo tan banal, tan mal usado y pisoteado como el concepto de amor, acá tiene un justo lugar. Lo que le permite en definitiva a Diana romper el collar de perlas. Dí finalmente no deja el círculo virtuoso del poder, Jackie tampoco, ¿acaso nos está hablando de algo más?. Deberemos ver cómo sigue esta saga de mujeres aparentemente débiles pero fuertes, rayando con la locura pero con la claridad más absoluta, construyéndose como personajes, a pesar de haber sido contadas una vez más obviamente desde la perspectiva de un hombre.
PD: es sorprendente descubrir la similitud entre la voz de la primera dama y Marilyn Monroe, será que Marilyn imitaba a Jackie o era Jackie la que imita la de Marilyn o era la voz que debía tener una mujer en esos tiempos?