En sus últimas películas Larraín encontró una fórmula que parece abrirle todas las puertas: de los festivales, de Hollywood, de las cadenas de televisión. Jackie, Lisey’s Story y Spencer giran alrededor de la percepción extrañada de una mujer que, por una u otra razón, es trastornada por algún hecho y queda descolocada, fuera de sí. Padecimos Jackie y el rictus eternamente constipado de Natalie Portman, que entiende que la actuación debe transmitir solamente variantes del sufrimiento. Los planos raros, los juegos con el tiempo y con el estatuto de los sucesos (si ocurren de verdad o si surgen de la mente alucinada de la protagonista), las actuaciones afectadas de ambigüedad, de temblores y parálisis, todo buscaba comunicar al espectador que se encontraba ante un objeto difícil, complejo, de calidad que no invitaba al disfrute sino a la reflexión, al análisis y, de paso, al comentario feminista. El modelo dio sus frutos, parece, y Larraín se decidió a replicarlo cambiando el tiempo y el lugar en Spencer. Pero antes estuvo Lisey’s Story, la serie que filmó para HBO sobre la novela de Stephen King, que pertenece al mismo universo de películas, pero en la que, por algún motivo, el director no puede modelar las cosas a su antojo, como si hubiera algo, la obra original, el mismo King o los protocolos de la cadena que (para bien) lo restringen y fuerzan a narrar sin el aparato complaciente y pomposo de Jackie. Pero después vino Spencer donde Larraín está desatado, a sus anchas.
La historia de Spencer es en verdad muy simple: tras algunos años de matrimonio y dos hijos, Diana se encuentra agobiada por el peso de la familia real, sus normas, sus tradiciones. La mujer la pasa mal, se enreda sola con sus problemas, se confunde y no sabemos qué tanto de lo que pasa sucede efectivamente o es resultado de su estado. El mismo extrañamiento de Jackie, pero ahora adaptado y amplificado para surfear mejor la ola feminista de Hollywood: cada pequeña rebelión de la protagonista se propone señalar una nueva forma de opresión masculina, desde la disparidad con la que la corona y los medios observan las infidelidades hasta la contundencia con la que se impone la caza como rito de iniciación de los herederos jóvenes. Un par de esos deslices y Larraín pierde el poco misterio que había logrado en Liseys Story: Julianne Moore se pasa la serie entera en carne viva pero retiene para sí una dosis de intriga, de incertidumbre, sobre los males que la aquejan. En cambio, en Spencer la gran Kristen Stewart muestra todas las cartas en las primeras escenas. Su Diana es apenas un manojo de tics destinados a reconstruir la presencia del personaje real. La actriz está toda la película subiendo y bajando los hombros, haciendo puchero y acentuando la sonoridad del inglés británico. Diana es una cáscara, no hay nada más que esa gestualidad mimética.
Convengamos que el cine puede albergar seres así, personajes que son pura inmediatez, presencias evanescentes sin espesor y etéreas que eluden la supuesta profundidad que vendría a imprimirles la psicología. Pero Larraín no renuncia a la psicología, al contrario, hace de ella la piedra de toque de toda la película. El resultado es de temer: dos horas viendo a la bella Kristen jugando a ser una muñeca rota, dos horas de ver el mundo desde sus ojos tristes de nena caprichosa. Si por lo menos todo fuera algún revival camp, un retrato gozoso sobre la decadencia de una princesa plebeya. Pero Larraín es un tipo serío, es decir, solemne, duro y machacón que tiene planeado extraer el sentido de cualquier palabra, intercambio o movimiento. Todo debe ser leído como síntoma de la opresión que Diana sufre a manos de la familia real y sus sirvientes. No hay espacio para maravillarse con las tradiciones estrambóticas de la corona, con la pervivencia de rituales tan estrafalarios como antiguos, con las comidas de primera, con los paseos por el campo o para forma de disfrute alguno. Como cualquier predicador, Larraín sabe pulsar las cuerdas del momento para arrancar de allí los acordes que dicta la época, y eso incluye, además del feminismo subrayado y el pesimismo inopinado, la hostilidad hacia cualquier forma de institución familiar o política con reglas propias que tenga una idea estratificada del mundo y las personas. Esto incluye, claro, a los reyes, y sabemos que los demagogos siempre pueden obtener alguna ganancia módica de la crítica a esas rémoras del pasado. Ese sistema narrativo pobre, escaso, complaciente, encuentra su cauce en un final de la misma condición donde comer comida chatarra en la calle puede ser algo parecido a una revolución, un gesto vital y afirmativo.