Spencer

Crítica de Jesús Rubio - La Voz del Interior

Tres días en la vida de Diana Frances Spencer, también conocida como Lady Di, le bastan al director chileno Pablo Larraín para retratar el tormento que vivía la princesa de Gales, interpretada por Kristen Stewart, nominada al Oscar por este papel. Larraín entiende que la puesta en escena tiene que ser majestuosa, fina e intimista, de atmósfera desesperante y con una tensión que esté siempre al borde de la explosión nerviosa.

En la víspera de Navidad de 1991, la princesa Diana llega a Sandringham House, la casa de campo de la familia real británica, ubicada en Norfolk (Inglaterra, Reino Unido), para celebrar la fiesta con la realeza y sus hijos Harry y William.

El detalle es que la princesa llega tarde porque se pierde. De hecho, las primeras palabras que pronuncia son “estoy perdida”. Pero Larraín dejará entrever que la demora es una maniobra premeditada. La rebelión manifiesta sus primeros síntomas.

Las escenas de presentación de los personajes y el desarrollo del malestar de Diana (filmado como si se tratara de una pesadilla) son pruebas de la sensibilidad de Larraín, quien ya incursionó en el género de las biopics con Jackie (2016), basada en la vida de Jacqueline Kennedy (Natalie Portman).

Larraín y el guionista Steven Knight intentan hacer una fábula a partir de una tragedia real, aunque acá la tragedia no es la que todos conocen, sino la que vive Diana en esos tres días decisivos, en los que siente que le cortan las alas y la obligan a una formalidad que no puede sostener (por esos años, ya estaba en una mala relación con el príncipe Carlos).

Las paredes de Sandringham tienen oídos y cualquier mínimo susurro se hace público. De modo que los miembros de la realeza se enteran del desmoronamiento psíquico de la princesa y deciden tomar algunas medidas estrictas, como echar a su vestuarista y amiga Maggie (Sally Hawkins), a quien la ven muy cercana a Diana, muy compinche, lo que Larraín aprovecha para crear una relación que va más allá del mero respeto servicial.

El problema es que el sufrimiento de Diana se ve en todo momento forzado, sobreactuado, y sin la profundidad psicológica que requiere el personaje. Al ser una biopic cuyo peso dramático cae sobre los hombros de la protagonista, Larraín se ve obligado a dejar todo en manos de Stewart, quien tiene la ventaja de estar acompañada por grandes actores secundarios (como Sean Harris y Timothy Spall).

Spencer se hace fuerte en los aspectos técnicos, en el vestuario, en el espíritu de época, en la fotografía con aire neblinoso y en la música inmersiva de Jonny Greenwood. Sin embargo, su personaje principal no convence.

Larraín quiere construir una princesa rebelde, pero los gestos máximos de rebeldía a los que llega Diana son romper una cortina o no vestirse con la prenda adecuada.

La interpretación de Stewart roza, por momentos, lo insoportable. El excesivo esmero por sacar el acento británico y por imitar los gestos y las poses de Diana la acerca más a una caricatura que a una interpretación creíble.

Spencer es un caprichoso drama biográfico que ofrece pocas pruebas de que Larraín se haya dado cuenta de la significación política de Lady Di.