En el comienzo de Spencer, la princesa Diana (Kristen Stewart) está perdida. No puede encontrar el camino que la lleve hasta Sandringham, la imponente residencia campestre de la familia real, que se prepara para recibir a la reina Isabel y sus seres más cercanos para pasar allí la Navidad. Estamos en los comienzos de la década de 1990, diez años después de la llegada de Lady Di al frío mundo de la Casa Windsor, al casamiento con el príncipe Carlos y a la fugaz felicidad de la llegada al mundo de sus dos hijos, Guillermo y Enrique.
En un nuevo acercamiento al mundo femenino, y más específicamente a mujeres famosas enfrentadas a complejas situaciones personales, políticas y psicológicas, el director chileno Pablo Larraín observa a Lady Di desde ese momento con una premisa. Da por sentado que el espectador conoce de sobra el contexto histórico en el que se desenvuelve la acción. No hace falta explicar quién es la protagonista y en qué ambiente se mueve.
Le basta con presentar a Diana sin dejar nunca que veamos detrás de la apariencia reconocible del personaje (el peinado, los mohines, el movimiento de los hombros) a la actriz que la interpreta. Más allá de esos gestos y del acento británico que en este caso adopta su voz, Stewart no se propone imitar a la verdadera princesa de Gales. Lo que hace es asumir toda la complejidad psicológica de su atribulado presente y la conciencia de que en ese momento está por atravesar la puerta de un laberinto en el que no solo se perderá. En la búsqueda estéril de una salida, Diana acentuará sus perturbaciones, agravará los trastornos alimenticios que sufre, comenzará a autoflagelarse y sentirá, sobre todo, que allí no tiene futuro. “En este lugar el pasado y el presente son la misma cosa”, reconocerá en un momento.
Los mejores momentos de Spencer aparecen justamente al comienzo, cuando Larraín expone el contraste entre el ansia de libertad de la protagonista y el destino de cárcel que vislumbra dentro de Sandringham, una fría jaula de oro que le impone el cumplimiento de una sucesión interminable de tradiciones y rituales, algunos insólitos y tan condicionantes para ella como someterse a un pesaje apenas llegada.
Larraín nos dice explícitamente al comienzo que estamos viendo una fábula, narrada a partir de una historia real. Esa fábula llega por momentos a convertirse en una historia terrorífica, llena de silencios y de amenazas disimuladas detrás de los modos elegantes de la silenciosa familia real. Spencer es el retrato alucinado de una mujer que nunca quiso ser princesa por más que desde la infancia (reflejada a través de algunos flashbacks) siempre estuvo cerca de ese destino.
“Digan que vieron a un fantasma”, le ordena Diana a unos policías que la descubren por la noche, sola y en medio de la oscuridad, rumbo a la abandonada casa paterna. Antes, como en una pesadilla constante, frente a sus ojos aparecen otras imágenes fantasmagóricas. Algunas muy reales, como el momento sin palabras que comparte con la familia real en la cena de Nochebuena. Otras surgidas de la imaginación, como la aparición recurrente del espectro de Ana Bolena. Diana parece estar mirándose todo el tiempo en el espejo de la reina a la que su marido, el rey Enrique VIII, ordenó decapitar bajo acusaciones falsas de adulterio y traición.
Esa referencia histórica comienza a hacerse recurrente hasta el punto en que a través de ella la película cae más de una vez en el riesgo de la alegoría. Cuando se hace tan enfático un retrato que hasta allí Larraín había construido con sutilezas y algunos momentos de sugerente belleza, el relato a veces tropieza, sobre todo cuando aparecen algunas explicaciones de más y cuadros que se acercan peligrosamente al territorio del realismo mágico.
A pesar de esas vacilaciones, el relato se sostiene y consigue atrapar toda la profunda complejidad psicológica de un personaje atrapado entre sus anhelos y el cumplimiento de sus deberes, y que sabe que está muy cerca de tomar una decisión crucial: tomar distancia definitiva de su familia política. La partitura musical de Jonny Greenwood, llena de notas disonantes, ilustran a la perfección ese inquietante escenario.
Junto a la excelente Stewart se destacan Sally Hawkins y Sean Harris como la vestidora y el chef que ayudan a calmar las penas de la princesa, y sobre todo el gran Timothy Spall, un observador riguroso y omnisciente que también entiende, desde la distancia que le da su cargo oficial, el calvario de una mujer a la que le preguntaron si quería ser reina y contestó que sólo soñaba con ser madre.