Larraín construye una visión maniquea y polarizada de la vida de la princesa Diana, en la que sólo algunos destellos de humanidad y dolor, que se desprenden de la maravillosa interpretación de Kirsten Stewart, permiten avanzar en el visionado de esta bucólica propuesta, filmada de manera brillante, pero sin los elementos necesarios para capturar la total atención al relato.