Pablo Larraín ha logrado encontrar un espacio como director, el de las biografías misóginas más lamentables del cine contemporáneo. No hay nada como un buen embaucador capaz de vender un producto que no es tal, disfrazarse de feminista con un cinismo pocas veces tan claro y avanzar sobre películas que le prometen a sus protagonistas la posibilidad de ganar premios haciendo imitaciones simiescas de personas famosas del siglo XX. Todos ganan, excepto el espectador.
Luego de mostrar a Jackie Kennedy como una idiota irrecuperable, ahora Larraín se aferra a una Diana Spencer completamente chiflada, víctima del bullyng familiar, que en su locura charla con Ana Bolena y que practica un complejo de Edipo necrófilo digno de un film más sofisticado que este. Se podrá decir que Spencer no es una biografía tradicional y es cierto. Este retrato de la mente de Diana hace que el clima sea el de El bebé de Rosemary pero en versión comedia. Toda una familia de monstruos acosa a la protagonista que desciende hacia la locura de manera progresiva, repitiendo todas las veces que puede las mismas ideas.
Larraín y el guionista Steven Knight juegan todas las cartas que están de moda. Tiene una mujer sojuzgada por un entorno cruel, aunque no importa lo que quiera insinuar la película no logra establecer que sea machista, porque tanto no logra mentir. Para denunciar el machismo en la corona británica se debe remontar hasta Enrique VIII, a quien trata sin piedad, eso sí. Tiene una protagonista con problemas alimenticios, algo que describe con el realismo que le niega al resto de la historia. Tiene muchas quejas con respecto a la realeza en general y defiende a capa y espada a los locales de comida rápida. Un revolucionario que le da al público lo que quiere y a su protagonista la nominación al Oscar que quería.
Kristen Stewart quiere premios. La mayoría de los actores quieren eso, al menos eso parece apreciarse en la manera en la que arruinan su trabajo en pos de tener estatuillas, laureles y otros reconocimientos. Los actores aman ser premiados. Los primeros minutos de película alcanzan para desear no haber empezado a ver la película. Su concepto de actuación es la imitación, algo que se ha convertido en pasaporte al Oscar en los últimos veinte años. Ver la manera en la que se arrastra para conseguir ese premio merece en sí mismo algún tipo de galardón, lo único malo es tener que verla durante dos horas. Nunca se convierte en Diana, nunca es algo diferente tampoco, simplemente hace gestos e inclinaciones de cabeza que parecen medidas por un transportador y un compás, para que todos puedan decir: ¡Inclina la cabeza en un ángulo de treinta y cinco grados, tal cual lo hacía Diana! Y eso es todo lo que ofrece Pablo Larraín con su película. Ya debe estar mirando revistas para ver quien es la próxima mujer famosa a la que puede retratar.