Spencer

Crítica de Víctor Esquirol - Otros Cines

El nuevo trabajo de Pablo Larraín se presenta a través de unos títulos explicativos que aclaran que lo que estamos a punto de ver es una fábula a partir de una tragedia real. Y, en efecto, con estas formas y con esta sensibilidad se aborda el drama de la “jaula de oro” que la Princesa de Gales experimentó en condición de ilustre miembro de la Casa de Windsor. La acción, que toma el lapso de tiempo de tres días, arranca la vípsera de una Navidad de principios de los años 90, y queda para siempre confinada en la finca de Sandringham en Norfolk, Inglaterra, propiedad de la realeza británica.

Estamos pues en el momento crucial en el que Lady Di (de verdadero nombre Diana Frances Spencer), consciente de que su matrimonio con el príncipe Carlos se ha quedado estancado en un irremediable punto muerto, toma la decisión de alejarse de la estricta línea marcada por una familia que, a esas alturas, ya la considera como un intolerable elemento disruptivo del orden (hogareño, monárquico). Una escapada rural infernal: en una de las suntuosas cenas que plagan el relato, la princesa siente un profundo asco ante la perspectiva de tener que saborear uno de los exquisitos platos que ha preparado el chef de la mansión.

Pero, al levantar la vista, el panorama no mejora. Al contrario. A izquierda y derecha solo ve a distinguidos personajes de sangre azul que la atacan con los ojos. Nadie habla, ni falta que hace, menos teniendo en cuenta que hay miradas que matan. De repente, caemos en la cuenta de que la banda sonora de fondo, grosera incisión, a base de cuerdas rasgadas, en la angustia de la protagonista, va in crescendo. De hecho, lo que en un principio creíamos que era música de foso, al final se descubre como de pantalla.

Resulta que en aquel comedor, realmente hay unos músicos que tocan sus respectivos instrumentos con una intensidad que parece indicar que están queriendo asesinar el silencio incómodo que se ha instalado en la habitación. Resulta que la escena se ha vuelto tan insoportable, que ha derivado en un show grotesco presidido por la ingesta y posterior regurgitación de objetos que en ningún momento deberían haber llegado al estómago. Es un espectáculo desagradable, vergonzoso, indigno, se mire cómo se mire, y lo protagonice quien lo protagonice.

Pero, por suerte, todo esto solo ha sucedido en la cabeza de la atormentada Lady Di. No era cierto, era una fantasía febril producida por una mente a la que solo le queda la evasión del delirio. Recordemos que esto es una fábula a partir de una tragedia verídica. Realidad y ficción se confunden, está claro, pero a nosotros nos ha tocado presenciar unas imágenes tan exageradas, tan terroríficamente burdas, que inevitablemente calan. Los comentarios, anécdotas y chismes que pueden arruinarle la vida a alguien, sienten el mismo -nulo- respeto por la verdad.

En estos momentos es cuando el film camina por el alambre que separa la genialidad de la temeridad. Las desagradables caras que juzgan a la Princesa Diana son tan exageradamente largas, que rozan la caricatura. Lo mismo sucede con prácticamente cada momento (y no son pocos) en que Pablo Larraín y el guionista Steven Knight cargan la culpa del trágico destino de Lady Di a la Casa Real británica. Entre esto y la entrevista viral de Oprah Winfrey al príncipe Harry y Meghan Markle hay muy pocos pasos.

La distancia se acorta aún más cuando Spencer recurre a la metáfora, gesto siempre arriesgado a la hora de abordar el drama histórico. El peso de la tradición se plasma con los platos de una balanza, los terrores cíclicos del pasado se encarnan en la figura de Ana Bolena y las sogas en el cuello adquieren la forma de lujosos collares de perlas. La auto-impuesta etiqueta de “fábula” como excusa ideal para corretear por las galerías de las miserias de los Windsor como un elefante por una cacharrería. Y de nuevo, la jugada puede leerse en clave anti-monárquica o simplemente como síntoma de torpeza a la hora de regular la sensibilidad del relato.

En cualquier caso, a Diana Frances Spencer siempre le toca el rol de principal perjudicada. Si su recuerdo acaba encontrando finalmente cierta dignidad, es sobre todo gracias a quien la encarna, una Kristen Stewart convertida en un acierto de casting inmenso. La actriz que parece que no quiera ser actriz; esa figura de fragilidad auténtica que sufre con la mirada ajena (igual que la princesa en aquella vomitiva cena), da auténtico sentido a la combinación entre realidad y ficción en la que se parapeta el relato. Intérprete y personaje forman un todo robusto y profundamente humano, de una coherencia abrumadora, tanto dentro como fuera de la pantalla. Una fusión que emociona y conmueve por lo infalseable de cada uno de sus gestos y reacciones.