La ganadora animada en los recientes Globos de Oro es una pócima hiperconcentrada de las fórmulas del éxito en la actualidad. Hay, claro, animación, más un nuevo comienzo para el superhéroe arácnido que recomienza a cada rato al punto de correr el riesgo de diluir su identidad, más estética de historieta (globos, leyendas, lógica de viñetas) llevada al virtuosismo sostenido en una producción gigante, más un grado notable -y letal- de hiperconciencia y un apilamiento de cómics en forma de universos paralelos que generan varios momentos de esa enfermedad visual llamada digitalismo.
Hay muchos chistes, la mayoría de los cuales para iniciados y fans o lugares comunes del cine más codificado (de high school, de coming of age), con lo cual corren el riesgo de no ser efectivos para públicos menos devotos de esas fórmulas de superficiales de ayer y de hoy, menos especializados en los superhéroes, menos excitados por los homenajes -ahora post mortem- a Stan Lee.
Spider-Man: un nuevo universo es una de esas propuestas que dentro del formato cine están horadando de a poco su magia, uno de esos artefactos de diseño que, en formato prepotente, simulan contar mucho para narrar poco. Un nuevo humano arácnido se suma a otros, y hay un villano, y tediosas explicaciones y más guiños, con ese aparente cinismo pop que -a juzgar por las muchas sensiblerías- es solo un revestimiento anodino que no alcanza a ser pose ni disfraz, ni tampoco cinismo.