Pussy riot
La última película de Harmony Korine representa una fantasía ruidosa y violenta, un espectáculo melancólico de colores y sonidos chillones que parece ofrecerse como salida de emergencia de un mundo dominado por el tedio y la insatisfacción programados. Mientras reciben una clase en la facultad que versa sobre las luchas de los negros norteamericanos por obtener una ciudadanía plena, dos chicas que apenas salen de la adolescencia dibujan pijas en sus cuadernos: a esas chicas hay que quererlas, dice Korine, porque solo quieren divertirse; es decir, salir con desesperación de sí mismas, huir lejos, probar por lo menos durante un rato cómo es eso de habitar un universo donde la felicidad no se asocia con ser ciudadanas correctas e hijas buenas de mamá y papá, sino con una forma de hedonismo difuso, cincelado en parte por la publicidad y el videoclip, donde el goce de los cuerpos se deriva del exceso y del gasto: la contracara de las vidas corrientes, convenientemente tuteladas y diagramadas, de todos los días. Las protagonistas sueñan con viajar a Miami pero no tienen un peso y observan con envidia cómo sus compañeras más afortunadas las dejan solas en esas breves vacaciones de primavera –el “spring break” al que alude el título–, de modo que no tienen mejor idea que asaltar un comedero tipo McDonalds y utilizar el magro botín para llegar hasta la Tierra Prometida. Korine es capaz de ofrecer entonces una escena tan potente como la de esas chicas moldeadas por las instituciones sacando una fuerza oscura de sí y emprendiéndola a martillazos sobre las mesas de los clientes para obligarlos a entregar la plata mientras una de ellas los apunta con pistolas de agua, para luego dedicarse casi sin solución de continuidad a una serie de reflexiones banales en loop acerca del paso inexorable del tiempo y la pérdida consiguiente de potencia y lucidez. El amague de historia de chicas de armas tomar que se insinúa al principio se diluye de inmediato en la descripción del ambiente sórdido del bajo mundo de Miami y apenas se vuelve a vislumbrar de ratos, como en la escena que muestra a las protagonistas bailoteando una canción de Britney Spears con ametralladores en las manos y máscaras como las del grupo de performers y músicas rusas Pussy Riot. Como ironista, el director resulta un fiasco, básicamente porque no es capaz de establecer con claridad una instancia diferente entre las imágenes estereotipadas y publicitarias de los cuerpos meneándose en cámara lenta al lado del mar y la angustia soterrada que se encargan de sugerir en forma sombría las voces en off. La película no reflexiona sobre el estatuto de la imagen que ofrece pero entrega a cambio largas parrafadas a modo de dictamen sentimental, cursilería pseudopoética y aviso de cataclismo moral: cuando el personaje interpretado por James Franco –un dealer egocéntrico y DJ amateur con dientes de oro, mitad proxeneta y filósofo de barrio– se expresa acerca de otro orden social posible sabemos que lo que pretende en realidad es garcharse a Selena Gomez. Korine, por el contrario, arroja sobre el espectador un cúmulo de imágenes pretendidamente libertarias para concluir construyendo con tono sentencioso una fábula acerca de la tristeza y la imposibilidad real de una vida entregada al goce perpetuo.