La fiesta olvidable
Uno de los mayores inconvenientes del arte contemporáneo es la dificultad de poder discernir cuándo una obra es honesta y auténtica y, cuándo no lo es; escondiendo detrás de la provocación, un vacío mendicante. En el cine, sucede exactamente lo mismo, sólo el tiempo denuncia y devela las verdaderas intenciones de la película y su correspondiente director porque, los disfraces, en algún momento se vuelven esqueletos; empobrecidos y putrefactos. En el amor, muchas veces, ocurre un proceso similar : el encandilamiento de las primeras citas provoca que idealicemos la figura del otro: el esfuerzo del sujeto por lograr que la mirada evaluadora engrandezca su imagen, genera una falsa realidad -algunos le dicen fantasía- que el futuro se encargará de derrumbar, abriendo, como un gran terremoto, la tierra de las ilusiones en dos. Siempre pienso que las mejores citas son aquellas en las que los acontecimientos no suceden como lo planeado; la imperfección humana es mucho más erótica y mágica que la exuberante y majestuosa carroza blanca que, pasadas las doce, sólo se convertirá en una triste y depresiva calabaza. El espectador cinematográfico, como el ser humano famélico de amor, vive buscando, desesperado, esa relación perfecta con el film que se proyecta en la pantalla. Esa extrema e insana necesidad puede provocar una obnubilación instantánea que enceguece, nublando la lucidez y abriendo paso a las trampas que nos tienden los cautivadores y protuberantes músculos del objeto cinematográfico. Spring Breakers, la quinta película del polémico -o payaso- Harmony Korine, produce y propaga por toda la sala este turbulento deslumbramiento, solo que, en vez de músculos, hay tetas y culos. Sí, tetas de todos los tamaños y formitas: las despampanantes, las naturales, las tímidas, las engreídas, las puntiagudas, y hasta las bizcas. Mallas mojadas que tatúan sobre la tela los pezones ansiosos por estallar, culos que se sacuden como un lavarropas en máxima potencia, danzando electrónicamente en una playa plagada de jóvenes que sólo quieren vivir de fiesta, degustando todo tipo de estupefacientes. El argumento poco importa, porque a Korine lo único que siempre le ha interesado son los recursos formales y el impacto directo y, a través de ellos, ha construido un inocente público fiel que lo sigue y lo celebra en cada nuevo proyecto. La diferencia entre sus anteriores trabajos y su nuevo ´´desafío´´es que, si en el pasado ha intentado -sin éxito- crear relatos salvajemente hipersensibles, en el presente abandona esa postura y practica otra estrategia, aún peor. La nueva película que elige como protagonistas a las chicas Disney -entre ellas, la amigovia de Justin Bieber, Selena Gomez- se para en el lugar de la parodia y nos hace creer que ironiza sobre la frivolidad del mundo posmoderno para que pensemos que la propuesta es jodidamente inteligente. Nada más alejado de eso: nunca debemos confiar en los humanos que se esconden detrás de la ironía. La ironía es sólo una defensa para ocultar la cobardía, el miedo a aceptar que no hay nada para decir que sea propio. Y, de nuevo, la engañosa y funcional provocación: emputecer a los productos del ratón Mickey e idiotizar -o mostrar su verdadero rostro- al galán de James Franco -le teje unas trencitas y le pinta los dientes de plateado- para atraer el billete del espectador, generando una inminente aprobación positiva antes del estreno. El relato nos cancherea - como el temido candidato banana que se acaricia incesantemente su pelo engominado durante toda la cita-, rebobinando y adelantando la narración, una psicosis plástica que se fanatiza en utilizar a los flashbacks y a los flashforwards para hacer complejo lo que, en realidad, es nulo. Pero, como si todo esto no fuera poco, danger! , la cámara lenta ha vuelto al ataque para devorar la poca lucidez que le queda al espectador que babea sobre la butaca. Hay que desconfiar siempre de los directores que abusan del ralenti y Harmony Korine es adicto al recurso como las chicas Disney lo son a la cocaína. La mitad del metraje está filmado en cámara lenta, haciéndole creer al espectador sumiso y fácilmente manipulable -y virgen del buen gusto- que está siendo testigo de una obra estética y sensorial que, seguramente, luego proyectarán en I-Sat. Cuando las películas son idiotas y no pretenden demostrar otra cara, puede ser perdonable en muchos casos; pero cuando nos quieren convencer de que se hacen pasar por idiotas porque, en realidad, son tan superdotadas que tienen la suficiente inteligencia como para burlarse de la idiotización decadente estadounidense, es soberbiamente inadmisible. Como en las buenas citas, siempre es preferible conocer a un ser humano que, más allá de su belleza física, tenga algo valioso para decir, en vez de a un aparato que balbucea sandeces sin cesar, confirmando que los seductores abdominales y los ansiados bíceps no valen nada cuando el cerebro se hace la rabona para no regresar jamás.