Devotos de nuestro patrono Bill Murray.
William James Murray es un actor estadounidense nacido en Wilmette, Illinois, en el año 1950. Se convirtió en un nombre dentro de la industria del entretenimiento más grande del mundo bajo el apócope de "Bill". Bill Murray siempre fue un tipo con un timming natural para la comedia, no vamos a descubrir nada nuevo a esta altura. Pero ese estilo cómico comenzó a mutar en Hechizo del Tiempo (Groundhog Day, 1993) y llegó a su pico de éxtasis en Perdidos en Tokio (Lost in Translation, 2003). Esa mutación en su estilo no hizo más que ayudarnos a ver en las pequeñas acciones a ese gran actor que es Bill Murray -ya dijimos muchas veces Bill Murray, ¿no?- capaz de transmitirnos un universo de sensaciones con una pequeña mueca o una mirada con esos ojos caídos, incrustados en un rostro ajado que da la sensación de haber llegado al mundo mucho antes que en 1950.
St. Vincent es exactamente eso, una celebración de ese actor "mínimo" en que supo transformase con el paso del tiempo, convirtiéndose en un intérprete que -en la clave del antiguo star system- traspasa su escencia interpretativa de una película a la otra: parece haber encontrado la fórmula según la cual menos es más y la adapta con facilidad a personajes que parecen haber sido creados a su imagen y semejanza.
Bill Murray -ahí vamos de nuevo, nombrándolo por la enésima vez- interpreta a Vincent, un viejo gruñón, ex combatiente, alcohólico, apostador y putaniero en cuya vida ingresan Maggie (Melissa McCarthy) y Oliver (Jaeden Lieberher), madre e hijo respectivamente que se convierten en sus nuevos vecinos. Maggie, en calidad de madre recién separada y único sustento económico de la familia, encuentra en Vincent a un vecino que la saque de apuros y cuide a Oliver cuando esta tapada de trabajo. Vicent, como buen busca vida, no ve con malos ojos recibir un poco de dinero a cambio de compartir el mismo espacio físico con un niño de 10 años. Vincent y Oliver irán formando un lazo muy particular que se convierte en el corazón del film, un film que intenta mostrarnos como todas las personas pueden tener un costado miserable y amable al mismo tiempo. Y es justamente esa alternancia entre miseria y amabilidad lo que le da el tono justo al relato.
Y si de personajes miserablemente amables se trata, vale la pena resaltar el trabajo de Naomi Watts interpretando a Daka, una prostituta rusa embarazada que tiene a Vincent como cliente habitué. Es sumamente interesante prestar atención a la ductilidad que ha sabido incorporar con los años Watts al momento de componer personajes, basta con ver su actuación en este film y compararla con la performance mostrada en Birdman (2014). Melissa McCarthy también se luce en un papel que tiene más peso dramático del que está acostumbrada a manejar en el universo de la comedia (terreno del cual no se había alejado mucho hasta el momento). Alivia ver a McCarthy ir más allá de su zona de confort y probar suerte en un rol distinto, desafío del cual sale airosa. Permite descubrir ciertos atributos que van más allá de ser esa mujer robusta y graciosa que no le teme al slapstick en sus comedias.
Más de un profesor de guión a quien le hubiese llegado esta historia a su escritorio hubiese sentenciado "pero esta historia no tiene conflicto, ¿cuál és el conflicto?", una pregunta clásica del repertorio de muchos catedráticos. El encanto de St. Vincent radica en que -a simple vista- puede parecer para los más quisquillosos como una película sobre la nada misma, pero cuyo corazón no está en lo que pasa, sino en cómo pasa lo que pasa, y la forma en que esos personajes tan particulares van dando lugar a una historia formidable, a pesar de un tercer acto que tal vez se apoya un poco más de lo debido en el sentimentalismo del happy ending. Prueba latente de que nadie es perfecto y eso guarda dentro de sí algo increíblemente fascinante: St. Vincent se encarga de aclararlo, por si alguno todavía no se avivó. Y que nadie se levante de la butaca sin ver la secuencia de títulos hasta el final... sin desperdicio.