Un tal Bill Murray
La película de Melfi parte de una marca, de una etiqueta actoral, es decir, del sello Bill Murray. Ese es su sostén. Explota la presencia del veterano comediante porque son pocas las ideas que tiene y entonces todo se remite a qué grado de empatía posee el espectador hacia el mismo. Se podría afirmar, con riesgo a caer en el inevitable reduccionismo que toda hipótesis conlleva, que el género ha desplazado progresivamente la atención en la figura del director hacia la del actor, de manera tal que ya no se habla de las comedias de Sturges, Hawks o Lubitsch sino de las de Carrey, Sandler o Stiller. Por supuesto que hay excepciones, pero ese parece ser el horizonte luego de la impronta que tuvo la televisión a mediados de los setenta, la cual creó imágenes más fuertes de comediantes pero al mismo tiempo reiterativas, con diversos resultados, que se han explotado comercialmente y han poblado gran cantidad de films sin más alma que la repetición de tics, gritos y mañas verborrágicas.
El caso de Murray es interesante. Su carrera cinematográfica ha alternado momentos donde se abusó de la imagen creada en televisión con otros de mayor intensidad dramática y versatilidad interpretativa, de la mano de Coppola, Jarmusch y Anderson. El comienzo de St. Vincent hace honor a su gigante figura a través de un ángulo contrapicado que escoge la cámara mientras pronuncia sus primeras palabras políticamente incorrectas. El director construye una secuencia de presentación para inundarnos del caos que vive el personaje y que se traduce en su cuerpo como en la casa que habita. Sabemos desde el principio que las cosas no marchan bien para este hombre. Nos dirá con desenfado “estoy un poco gastado en este momento” y no es para menos: ha vivido la guerra, su mujer se aloja en un asilo y ya no lo reconoce, y además carece de dinero. La única esperanza de progreso material pasa por el hipódromo, lugar al que ingresa con un ritual de perdedor. Esta construcción dramática le calza como un guante a Murray, quien ha transmitido siempre con su rostro el malestar y la violencia de un mundo ferozmente individualista. La disociación con el entorno que detenta Vincent lo fuerza a vivir en una suspensión con respecto al presente. Su nostalgia se delata en la música que escucha en estado de trance con su cigarrillo siempre prendido y el vaso en la mano. La decepción, el tedio y el aburrimiento, tres signos presentes en el Murray actor, se potencian aquí con la rebeldía y la terquedad de un viejo recluido en su dolor, paralizado en el mundo, con apenas dos o tres placeres contados (una prostituta rusa, un gato y los auriculares).
El quiebre se produce con la aparición de una madre y su hijo, quienes tomarán contacto con el protagonista. Son también seres golpeados por leyes sociales americanas impiadosas. Por accidente, Vincent comienza a hacerse cargo del chico y aquí se inicia el derrumbe de la película a medida que aumenta su dosis sensiblera. Si bien la química entre los dos funciona, no deja de ser un conglomerado de situaciones harto vistas infinidad de veces. Mientras el huraño hombre afloja con el resentimiento, el niño incrementa los mecanismos de defensa. El peor camino que escoge Melfi es ceder a la tentación del cuento aleccionador y la tesis facilista, a saber, si uno es políticamente incorrecto con respecto al sistema es por circunstancias afectivas y no por ideas propias. De este modo, es inevitable que el final esté concebido como un valle de lágrimas. No obstante, el resultado global no es un desastre, sólo porque entre los créditos que cierran aparece un tal Murray cantando una canción de Dylan.