Registros impertinentes.
En los últimos años Bill Murray, se podría decir que desde Perdidos en Tokio, ha representado papeles algo ajenos para la primera parte de su carrera. Aquí en St. Vincent -opera prima de Theodore Melfi- el registro es una leve inflexión de su clásico personaje malhumorado, sarcástico y antisocial, que hemos visto por ejemplo en Hechizo del Tiempo y en Los Fantasmas Contraatacan, esa hermosa versión moderna de Cuento de Navidad de Dickens que hizo el gran Richard Donner. Tal inflexión se presenta -más que por otro factor- gracias a una historia inscripta en un tono dramático, sobre el encuentro de dos personajes diametralmente antagónicos: Vincent (Murray), un adicto a las apuestas de caballo y al alcohol, plagado de deudas y poseedor de un pasado no muy luminoso, y en la vereda de enfrente (o más bien en la casa de al lado) está Oliver, un niño recién llegado al barrio junto a su madre, una flamante divorciada.
Vincent y Oliver se encuentran, en especial por una necesidad del primero de sacarle unos dólares a la madre del segundo, a cambio de hacer de niñero unas horas. La relación avanza por el camino seguro de las estructuras narrativas: momentos de comedia, drama y alguna pequeña tensión pero sin las variaciones esperables en una estructura demasiado genérica. Los secundarios desfilan -también- en registros que oscilan entre la constipación y el ridículo, en el primer caso el papel de madre compuesto por Melissa McCarthy, parada en la mitad de la comedia y el drama lacrimógeno de telefilm, y el segundo es una Naomi Watts en la piel de una prostituta, con un acento símil ruso, desbordante de clichés a su paso.
Para el final llega el momento de la beatificación. Los rasgos interesantes de la actuación de Murray se desvanecen en la secuencia de la ceremonia, realizada en honor a este hombre común, que ha hecho cosas notables en un pasado algo lejano para las nuevas generaciones. Probablemente la estirpe de un actor añejado que ha surcado nuevos senderos es la que mantenga algo de firmeza en la historia. Su pasión recién aparece registrada en un epílogo antológico para los créditos, en los que Murray canta arriba del clásico Shelter from the Storm de Bob Dylan, para esta instancia la sensación de desperdicio de recursos humanos se cuela de manera inconsciente.