El regreso de Bill
Pasaron 12 largos años desde Perdidos en Tokio, y 17 desde Rushmore. Y el gran Bill Murray no brilla en la pantalla grande tanto como lo hizo en esos filmes de culto de Sofía Coppola y Wes Anderson hace mucho tiempo. Pero al fin llegó la hora de redimirse. St. Vincent es una película cuya trama, sin un buen guión, podría haber terminado en el cliché, pero el debut cinematográfico en largos de Theodore Melfi abandona los lugares comunes y crea una pequeña gran obra que sin dudas alcanzará en el futuro el estatus de culto.
Maggie (Melissa McCarthy), es una madre soltera que se muda a una nueva casa en Brooklyn con su hijo de 12 años, Oliver (Jaeden Lieberher). Para mantenerlo, debe trabajar largas horas, y es por eso que recurre a su nuevo y un tanto irresponsable vecino Vincent (Murray) para que haga de niñera del chico cuando vuelve de la escuela.
Pero el alcohólico veterano de Vietam Vincent es más impredecible de lo esperado, y su presencia causa tanto caos en su vida que la lleva al borde de la exasperación, aunque ve un notable y agradable cambio en su hijo, que hace mucho que necesitaba la influencia de una figura paterna en su vida. De esta manera, una improbable pero fuerte amistad surge entre Vincent y el niño, que pronto logra descubrir lo que hay debajo de su caparazón rudo, egoísta y solitario.
Melissa Mccarthy también logra una interpretación impecable, que demuestra los datos dramáticos de la actriz que no mostraba tan a flor de piel desde sus épocas en Gilmore Girls. El joven Lieberher sorprende, y es la pareja ideal que se complementa perfectamente con el personaje demente y desquiciado de Murray, que sin lugar a dudas, volvió para quedarse con un papel que perdurará a través del tiempo.