Dulce melancolía
Hay dos estilos de comedia palpables que pugnan por imponerse en St Vincent, film de Theodore Melfi, protagonizado por el colosal Bill Murray junto a Melissa McCarthy, Naomi Watts y el púber Jaeden Lieberher: por un lado el de la típica comedia sensiblera mainstream, con esa galería de lugares comunes a la orden del día y por otro el de la tradicional comedia indie que hace de esos lugares comunes y estereotipos su blanco perfecto para, ya sea, la ridiculización o el exceso de cinismo con un carácter de crítica más que al contenido a la forma.
Esos dos gigantes estructurales, los cuales pueden conducir una comedia sin mayores pretensiones que la del género en su máxima pureza, alternan el abanico de rumbos y horizontes que pueden alcanzarse teniendo presente qué camino se elige tomar, es decir, el precipicio hacia la cursilería o el del abismo hacia la exacerbación de lo políticamente incorrecto.
La clave de St. Vincent no es otra que haber contado entre sus filas con la presencia de Bill Murray y dejarle al ex cazafantasmas -por decirlo de algún modo- la decisión sobre el rumbo de los acontecimientos y su reacción ante determinados planteos dramáticos del guión. Es precisamente el actor quien matiza y transgrede la diatriba entre los qué y los cómo de la hoja del guión, léase aquellos lugares comunes inevitables, desde su genialidad y ductilidad para transformar en una mueca la solemnidad de un acto que a las claras pide seriedad o experimentar una metamorfosis dulce y melancólica cuando no sutil de un personaje construido desde lo literario en base al estereotipo de viejo gruñón, parco pero noble de corazón.
El misterio en la composición de este singular Vincent, que se convierte por decisión y azar en niñero de un vecino (Jaeden Lieberher) recién llegado al barrio de Brooklyn, de quien debe hacerse cargo porque su madre (Melissa McCarthy) trabaja de enfermera durante todo el día y muchas horas para mantenerse, lo constituye en primer lugar la escasa información sobre su pasado y en segundo término su tendencia a la autodestrucción como alcohólico y jugador compulsivo en plena quiebra económica y con deudas por apuestas a los caballos.
Las pequeñas subtramas que se entretejen aportan esa data esencial aunque funcionan más eficazmente para consolidar la relación entre Vincent y su desprotegido vecinito, quien pese a su inocencia entiende perfectamente cómo se manejan los adultos que lo rodean, entre ellos, su madre separada; la amante prostituta rusa interpretada por una simpática y sobreactuada Naomi Watts y el propio Vincent, honesto en sus sentimientos y en su forma de afrontar la vida sin dobleces ni salidas mágicas ante una realidad dura como la que atraviesa desde hace unos años.
Es justo remarcar que a veces St. Vincent se vuelve un tanto esquemática y previsible pero nunca deja de sorprender con algún giro hacia el humor negro o cinismo moderado de la mano de Bill Murray, para muchos en una reversión del anciano de Gran Torino que personificara hace unos años Clint Eastwood pero con algo más de onda.
Esas comparaciones quedan a cargo del público que seguramente sabrá disfrutar de una actuación digna de premios.