Un abecé de Bill Murray.
Bill Murray: todo depende aquí de la estima que se le tenga. No es estrictamente un actor del Método, sino de esos que hacen de sí mismos y, según el contexto de cada película, juegan con variaciones de su personalidad cinematográfica. Puede ser él en clave existencialista viajando a la India en búsqueda de la verdad en Al filo de la navaja, también sintonizar con un psicópata light en ¿Qué tal, Bob? o transformarse en un excéntrico investigador del mar en La vida acuática. En verdad, Murray es capaz de cualquier cosa: puede pasearse en elefante (Larger than Life), ser un gay exquisito (Ed Wood) o devenir en un político desalmado capaz de asesinar en secreto (Los límites del control). En esta ocasión, Murray es un babysitter.
El papel que compone en St. Vincent no está muy lejos de otros que tiene en su haber: hay algo del reportero cínico de El día de la marmota (obra maestra absoluta) y algunos elementos del millonario de Tres es multitud, pero en verdad se trata de un remedo de aquellas criaturas inolvidables. Murray es aquí un veterano de guerra y un jugador empedernido que hace lo que puede para administrar su bancarrota, mientras secretamente visita a su esposa, internada desde hace años en una institución médica, aunque ella ya no lo reconoce. A su vez, una vez por semana, tiene una visita higiénica. Una prostituta rusa (y embarazada) cumple con los requerimientos de su oficio, pero está claro que entre ellos no todo pasa por una relación de cliente y proveedor. La vida de Vincent cambiará completamente con la llegada de sus vecinos, cuando comience a cuidar (y educar) al único hijo de una madre divorciada que asiste a un colegio religioso.
La descripción precedente indicaría que se trata de un drama, pero el segundo largometraje de Theodore Melfi pretende ser una comedia, y el primer gag antes de que concluyan los créditos iniciales es buenísimo. Humor físico, veloz, eficiente. Habrá otras secuencias logradas, más o menos disparatadas, que cumplirán con el cometido de hacer reír. Pero hay aquí una búsqueda deliberada de emocionar y de incitar a las lágrimas, que se apodera paulatinamente del filme y neutraliza su potencial humorístico en aras de afirmar la benevolencia de la naturaleza humana.
En el clímax de este cometido, mientras se ven algunas fotos reales de varias épocas de la vida de Murray, es notable seguir la lógica de la escena que persigue la docilidad sentimental de la audiencia. La austeridad dramática con la que el actor encara ese momento, tensionando ese instante a través de un gesto adusto no exento de ternura, neutraliza la puesta en escena. He aquí el rasgo redimible de esta película sobre santos pecadores. El actor y algunos de sus acompañantes se imponen cada tanto a la fe de un guión que reclama la aquiescencia de la platea acerca de un mundo en el que el bien y el mal son entera y fácilmente identificables.