El fracaso se puede mostrar como un chiste que no hace gracia a nadie. Así comienza St. Vincent, de Theodore Melfi, la historia agridulce de un viejo gruñón, desaliñado, borracho y jugador que ve pasar inmutable su vida sin sentido. Los espacios que constituyen su mediocre rutina están sobrecargados de humo, basura, papeles viejos, vajilla sucia y fotos de otras épocas, quizás más felices. De la casa al bar, del bar al hipódromo, del hipódromo al cabaret y cuando la noche ya se hace lo suficientemente oscura, todo vuelve al principio. Así una y otra vez cada día. Por supuesto algo tiene que suceder para que esta historia merezca ser contada. Y a partir de un pequeño suceso Vincent inicia su camino de santificación.
Los opuestos atraen. La relación con Oliver, el inesperado nuevo vecino y niño sensible, parece ser la única vía por la cual a esta historia gris se le puede descubrir algún que otro matiz de color. La rutina continúa, los paisajes son los mismos, pero Vincent comienza a sentir un aire nuevo. No es un viento que limpia todo lo malo, sino una leve brisa que habilita una lejana esperanza de cambio. Alguna que otra sonrisa entre tanta desgracia. El niño Oliver ofrece la inocencia aun en los entornos más hostiles. El viejo Vincent, en su nuevo rol de baby sitter, ofrece la experiencia de los golpes de la vida. En esta historia de dos opuestos, ambos son alumno y maestro. Afloran los lugares comunes y las escenas recuerdan a otras tantas películas, esas que a Hollywood le encanta fabricar, en las cuales parece que los directores son robots diseñados para repetir fórmulas que se reducen a películas aceptables.
Paralelamente a la vida casi sin sentido de este hombre de pocos amigos se despliegan otras vidas, más o menos tristes como la de él. Por ejemplo la de Maggie, esa madre engañada por su marido que debe rehacer su vida, trabajar más de la cuenta y dejar a su hijo a cargo de un vecino poco confiable; o la de Daka, la amiga prostituta embarazada que no parece darse cuenta de su infortunio, por ignorancia o porque tiene una forma positiva de ver las cosas, quién sabe. Los días aparentan transcurrir un poco más amables desde la llegada de Oliver a este barrio de casas modestas de algún suburbio de Estados Unidos. Cuando parece que todo va a seguir así, un poquito mejor que cuando comenzó, otro suceso quiebra la frágil estabilidad del personaje. La fórmula del éxito dice que para resurgir de las cenizas hay que tocar fondo. Vincent debe aprender la lección y entender la moraleja que justifica todo este relato, a saber: que no se puede vivir solo, aislado de las personas y sumergido eternamente en la desgracia, y que siempre hay que darse una nueva oportunidad.
A pesar de todas las miserias expuestas, la historia está narrada con cierto humor, calidez e inocencia. Algunas imágenes resultan agridulces, como la de Daka intentando hacer un baile de caño lo menos indigno posible a pesar de su evidente embarazo; o la de Vincent tomando sol en una reposera destartalada con un walkman de la prehistoria que repasa canciones de Dylan, en un jardín que más que jardín parece un terreno abandonado, mientras Oliver da vueltas a su alrededor con una añeja cortadora de pasto. Los lugares comunes y la moralina se pueden tolerar porque los personajes, los espacios y los objetos esconden cierta fragilidad que los hace más reconocibles y queribles. En esta época de tanta admiración hacia los antihéroes del cine, no es algo menor. Sobre todo si ese antihéroe es nada más y nada menos que Bill Murray.