Sensatez y sentimientos
La tercera entrega de este reinicio milagroso, iniciado siete años atrás por J.J. Abrams, encuentra a la tripulación del Enterprise, liderada por el Capitán Kirk y el vulcano Spock, en una nueva misión de turno. Luego de tres años en el espacio, Kirk ordena hacer una escala en la base espacial de Yorktown para reabastecer la nave, pero una llamada de auxilio de una raza desconocida lo convence de emprender una misión de rescate a otro planeta. Como sucedía en las dos entregas anteriores, el argumento vuelve a ser una mera excusa para contar el verdadero núcleo de esta historia: la relación entre Kirk y Spock. Así como en Star Trek: En la oscuridad, el prólogo del rescate en el volcán antes de los títulos ya hablaba del gran tema de la película, aquí pasa lo mismo cuando al comienzo el vulcano se entera de la muerte del Embajador Spock. Este acontecimiento, narrado casi al pasar y sin necesidad de ser subrayado, deja en claro dos cosas ya desde los primeros minutos: que al director le interesa más construir un presente luminoso que realizar un muestrario de nostalgias, y que lo más importante para la película son sus personajes; sus emociones y sus decisiones, siempre impulsadas por el amor y la amistad. En este sentido, Justin Lin continúa por la senda del clasicismo aprendido de J.J. Abrams en el que las historias nos interesan porque queremos a los personajes. Ahí donde otro director hubiese tomado un camino más perezoso, Lin –y, por supuesto, antes Abrams– se toma en serio a los personajes, mucho más allá del mito y la nostalgia. Por eso resultan tan importantes las miradas, los pequeños gestos y las decisiones que toman, porque eso es lo que los define, lo que hacen más que lo que dicen.
Lin construye las aventuras intergalácticas de la tripulación del Enterprise como si se tratara de una de las cuatro entregas de Rápido y furioso que filmó. Su ojo experimentado en la acción le brinda solidez a los momentos de puro vértigo, mientras que el guion escrito por Simon Pegg (que encarna una vez más al imprescindible Scotty) y el novato Doug Jung no solo se encargan de revivir y de homenajear a un clásico que cuenta con medio siglo de existencia, sino que además le inyectan interés a una historia que no lograba generarlo más allá de su nicho de seguidores. Pegg y Jung delinean la historia sin caer en extensos diálogos grandilocuentes o explicaciones filosóficas que intenten deducir los misterios del universo y la complejidad de la existencia, pero con la claridad suficiente como para que podamos olvidarnos de ella y entregarnos completamente a sus personajes.
Star Trek: Sin Límites no da respiro: una vez que arranca ya no hay tiempo para pausas y se mantiene en constante movimiento hasta el final, arrojándonos a la acción sin cinturón de seguridad. Con la fuerza y la velocidad de una trompada, esta nueva entrega goza de una libertad inusual –casi como la que presentaba Guardianes de la galaxia–, traducida en una maravillosa secuencia de rompantodismo espacial al ritmo de “Sabotage” de los Bestie Boys. En el universo trekkie revitalizado por Abrams –que se perfecciona con cada episodio, al igual que la saga fierrera con Vin Diesel–, y como también sucede en el cine clásico, el dilema de la lucha entre el bien y el mal se resuelve a piña limpia, a lo Rápido y furioso, sin metáforas ni alegorías de por medio, y sin lugar para salvaciones milagrosas o deus ex machina. La única salvación posible para estos héroes clásicos es la que proviene de su propia inteligencia.
En un momento en el que los blockbusters tienden cada vez más a la efectividad fríamente calculada, resulta casi milagroso lo que han hecho directores como Lin y Abrams: poner el acento en lo emocional, manteniendo una estética cuidada y a la vez bien definida. El director chino dispone toda la parafernalia y los efectos especiales al servicio de la emoción. Una imagen como la de la Enterprise prácticamente destruida, o tan solo una mirada entre Uhura y Spock, nos transportan directamente al corazón de esta historia: el amor, la amistad y la familia. Al fin y al cabo, si todo este impecable despliegue casi invisible de efectos especiales nos importa y esta milésima versión de Star Trek nos atrapa es por sus personajes, por esos seres de carne y hueso con los que podemos identificarnos. Justo ahí radica la diferencia entre una película grande y una película con grandeza, de esas que comprometen todos nuestros sentidos, y en la que nos gustaría vivir. Aunque sea solo por dos horas.