En el tercer capítulo de esta nueva franquicia, adquirida por J.J. Abrams (Lost) y su productora Bad Robot, finalmente hay una Star Trek a la altura de la leyenda, a 50 años de su debut en televisión. La trama se condensa alrededor de señales emitidas alrededor de la galaxia, que guían a la Enterprise al encuentro con la sobreviviente alienígena de una misión al planeta Altamid. El capitán Kirk (Chris Spine) va al rescate y la nave resulta emboscada por una raza extraterrestre liderada por el vengativo Krall (Idris Elba), enemigo de la Federación. Sí, es básicamente otro entuerto entre buenos (humanos) y malos (alienígenas feos), pero el film responde al género y hace de tal ficción algo creíble.
Quizás una de las razones del éxito sea que Abrams cedió la silla a Justin Lin, director de cuatro Fast and Furious, que sabe cómo volver entretenida a la acción. Y buenas ideas se cuelan en el argumento. El principal es el tema de los padres, que en esta saga se corresponden con la dupla de la serie televisiva. Kirk se sorprende de llevar un año más con vida que su padre; Spock lamenta la reciente muerte del suyo. Sobre todo, hay buen balance entre el formato clásico, retro futurista, con el tenor menos inocente del cine post ’60s. Las ideas de Abrams reflotan con escrituras criptográficas y una antigua nave anclada en Altamid, con videos de la tripulación bailando “Fight The Power” de Public Enemy. Las actuaciones son más creíbles. Spine compone a un Kirk maduro, en sintonía con el de William Shatner, otro rap suena en la batalla final y los sampleos de orquestas insinúan una parodia a las orquestaciones de John Williams para Star Wars. Una indispensable trekkie, entretenida para cualquiera.