El supuesto último capítulo de la saga creada por George Lucas intenta por todos los medios cerrar la mítica historia iniciada hace 42 años dejando contentos a los fans. ¿Lo logra? ¿O se nota demasiado el esfuerzo? Crítica publicada originalmente en La Agenda de Buenos Aires.
Hay dos maneras de acercarse a la saga “Star Wars”: desde la pasión del fanático o desde una cierta distancia que pueda tener un espectador/cinéfilo no especialmente devoto, o uno que ya perdió los juguetes de la infancia hace mucho tiempo, en una galaxia muy muy lejana. Pasa lo mismo con muchos fenómenos culturales actuales y éste es, junto a las héroes con calzas de Marvel, el caso más claro de todos. Hay una zona en la que el deseo del fan de ver cumplidos sus sueños y respetadas sus expectativas se choca con cualquier atisbo de originalidad o de desviación de una fórmula probada. Y el fandom es hoy tan poderoso a la hora de determinar el éxito o fracaso de una película que hasta Disney parece tenerle miedo antes de lanzar cada producto. Si se preguntan qué significa pasarse al lado oscuro de la Fuerza sólo tienen que mirar allí.
Da la impresión que “El ascenso de Skywalker” es una película hecha por algún tipo de comité, una suerte de negociación entre las partes involucradas: los dueños de los derechos y los apropiadores del legado. Imagino, a la manera de las precuelas, una suerte de Senado de fans, guionistas y productores debatiendo el devenir de los personajes en el supuesto último episodio de la saga, con los ejecutivos del estudio tomando nota de cada deseo. “No nos gustó lo que Rian Johnson hizo con Luke”. Ok. “Tampoco lo que dijeron sobre el linaje familiar de Rey”. Entendido. “Queremos que vuelva tal o cual personaje”. Así será. “No queremos problemas”, contestan del otro lado. Bienvenidos a “El ascenso del fanático”, la nueva fórmula de Disney para “acertar el aterrizaje” de sus productos más venerados.
La lógica es simple y hasta comprensible. “Star Wars VII: El despertar de la fuerza”, la película que revivió a la saga y que era casi una remake de la original de George Lucas, fue clonada por J.J. Abrams a medida del imaginario heredado de los fans de varias generaciones y recaudó 2.100 millones de dólares en todo el mundo (en Estados Unidos es la más taquillera de la historia). La siguiente, “El último Jedi”, se tomó varias libertades con el “canon” y fue, en términos relativos, un fracaso: recaudó 1.300 millones, un 35% menos que la anterior. Pero, sobre todas las cosas, fue odiada por los fanáticos, que dejaron una clara muestra de su manejo de la Fuerza en esa diferencia de taquilla, fruto de la viralización online de su profundo disgusto. Para Disney fue una clara señal: despidieron al anunciado director del “Episodio IX”, Colin Trevorrow, y volvieron a convocar a J.J., el hacedor del milagro del “Episodio VII”. Y Abrams entregó algo que probablemente se parece mucho a lo que la mayoría de los fans esperaban y exigieron: un producto funcional, respetable, hecho con indudable talento y profesionalismo, un homenaje de “Star Wars” a su propia mitología que, pese a no tener un gramo de originalidad en ninguno de sus apresurados fotogramas, tiene la potencia heredada de su propia y luminosa genética.
“El ascenso de Skywalker” es un Grandes Exitos de “Star Wars”, un episodio en el que las nuevas aventuras que hay para contar importan muy poco o solo en relación a lo que puedan aportar a la hora de cerrar, con un gigantesco moño, más de cuatro décadas de expansión narrativa de una saga que, más allá de un sólido núcleo central familiar y de un eje temático poderoso (la Fuerza, en todas sus posibles interpretaciones), se ramifica hasta lo imposible. Como esa misma cultura del temor a la ira del fanático impide ya que los críticos podamos siquiera contar qué es lo que sucede en una película sin molestar u ofender a alguien (el spoiler en estos casos ya no tiene que ver con contar cosas fundamentales de la trama sino hasta decir, por ejemplo, lo que se lee en el clásico texto inicial), solo diremos lo que ya está preanunciado en los trailers: que regresa Palpatine como enemigo principal, que la hoy protagonista absoluta, Rey (Daisy Ridley), sigue en la búsqueda de sus orígenes familiares (que quizás no sean los sugeridos en “El último Jedi”), que Kylo Ren (Adam Driver) avanza en camino a ser el villano más torturado de la historia del cine y que los un poco relegados Poe (Oscar Isaac) y Finn (John Boyega) siguen aportando su cuota de humor, acción y amor por la aventura. Y que hay un espacio para varios de los personajes clásicos que, de algún u otro modo, aportan su fantasmagórica presencia.
A diferencia de lo que sucedió en el “Episodio VIII” en el que cada protagonista parecía hacer su camino por separado casi sin cruzarse entre sí (acaso el único error serio de Rian Johnson entre los riesgos que tomó), Abrams prefiere aquí que los tres héroes principales, junto a nuestros queribles androides y variopintas criaturas amigas viejas y nuevas, funcionen como un equipo unido en la búsqueda del misterioso y oscuro lugar donde se oculta el reaparecido Emperador. Es una decisión que sirve, fundamentalmente, para darle a tres personajes (y actores) que parecen tener buena química entre sí, más oportunidades de conexión, humor y emoción, algo que también les toca de cerca a Chewbacca, C-3PO, R2D2 y como sea que se llame la simpática pelota de fútbol esa con cabeza. De los aportes del capítulo anterior acaso el más importante de los que continúa en el “Episodio IX” es el de la conexión telepática que fluctúa entre lo virtual y lo real entre Rey y Kylo, conexión que le permite a Abrams crear algunas escenas de intrigante complejidad espacial. Y ya verán lo que sucede con la trama familiar de Rey…
La primera hora, centrada en las idas y vueltas de esos recorridos (distintos y apilados McGuffins que hacen girar y girar a los personajes en su misión por llegar a Chez Palpatine), no aporta demasiado y, salvo algunas sorpresas narrativas y el habitual buen manejo de la tensión de parte de Abrams, es bastante tediosa. Da la impresión de que hasta ellos mismos lo saben, o se dieron cuenta, y en algún punto –como pasa también en los últimos episodios de series de televisión que llevan muchos años en el aire— la película nueva da paso al homenaje que la saga se hace a sí misma. Eso no quiere decir que no haya resoluciones dramáticas importantes o muy buenas escenas en esa segunda hora. Hay varias y, en algunos casos muy potentes, como es el caso de un par de espectaculares escenas de combates individuales –las grupales son más caóticas y bastante incomprensibles desde la gramática cinematográfica—de poderoso impacto visual. Pero gran parte del tiempo se va en atar cabos, en convocar a los fantasmas del pasado (personas, objetos, locaciones, criaturas y miles de “easter eggs” que seguramente se le pasan por alto a la mayoría de los mortales) y en armar un bis con mucho de “Gracias totales”: la presunta despedida de una banda que acompañó a varias generaciones de espectadores y que en este concierto no le queda otra que tocar los temas más conocidos de su carrera.
Se podrá discutir hasta el hartazgo esos modelos de acercamiento a la propia historia de parte de una saga cinematográfica o, si se quiere usar como ejemplo, de una banda de rock. Hay creadores que prefieren seguir arriesgando e intentando ser originales aún a punto de alienar a sus fans. Y están los que asumen su status de mito y eligen fabricarse sus propias estatuas en vida. Lo importante, llegado el caso, es que la decisión sea de los propios artistas y no una consensuada con los tesoreros y los representantes de la hinchada. Pero me temo que, en la mayoría de los casos, lo que prevalece es esto último. “Star Wars: El ascenso de Skywalker” es fan service puro y duro, un producto que parece armado por un refinado algoritmo que recogió los aparentes deseos de todos los amantes de la saga y los puso en una multiprocesadora de significados y de emoción sonsacada a puro reflejo condicionado. Eso no quiere decir que el “Episodio IX” no sea disfrutable ni mucho menos. Está hecho con el ingenio y la creatividad de un equipo que, encabezado por un director indudablemente talentoso, tiene muy en claro cuáles son esos deseos y dónde están esos puntos sensibles de todo espectador que alguna vez haya manejado un sable láser de juguete. Y, a la velocidad de la luz, va en búsqueda de su reacción emocional. Seguramente la consiga. No será el broche de oro soñado pero es una imitación bastante convincente que reluce con buena parte del brillo de las joyas del abuelo George.