Mala. El ascenso de Skywalker es una película mala. Esto no debería importar demasiado: la seducción de Star Wars siempre gravitó en la apropiación que los fans hicieron del folklore galáctico a lo largo de cuatro décadas. El universo de George Lucas se convirtió en una subcultura que múltiples industrias (videojuegos, series, cómics, merchandising) alimentaron bajo un oportunismo legítimo.
El problema concierne a la dificultad del visionado: la película es incomprensible, carece de orden, cada escena busca su propio virtuosismo sin la menor percepción del conjunto. Es como si J. J. Abrams no hubiese filmado con un guion, sino con una lista de supermercado: los clips están destinados a funcionar en YouTube para la posteridad. Son átomos inspirados en Star Wars sin concatenación dramática.
El espectador transita dos horas y media con el ceño fruncido: ¿por qué está pasando esto?, ¿de dónde salió este personaje?, ¿cómo llegamos acá? En los ocho episodios anteriores podíamos apreciar altibajos de calidad, pero jamás un carácter esquizofrénico. J. J. Abrams no cuenta una historia: divaga entre íconos. Más que medir la calidad cinematográfica, uno debe escuchar con extrema atención el relato de un loco.
El desafío es entender por qué se produjo tal desatino en lo que debió ser una fiesta planetaria. Sabemos que J. J. Abrams es un narrador prolijo, con astucia plástica y algunas ideas para la puesta.
La intención narrativa de Disney se vislumbraba con claridad en El despertar de la fuerza: una fusión entre remake y reboot tomando como referente a la trilogía original. El despertar de la fuerza era una película simple, pero simpática e inobjetable. A J .J. Abrams se lo veía cómodo como vocero del fan-fiction. Hasta que llegó Rian Johnson con su energía hereje y filmó Los últimos jedis, obra que se animó a romper con los automatismos de la saga y a dotar a la historia de complejidad psicológica (la tensión erótica entre Kylo y Rey era fascinante) y de una sofisticación narrativa inédita: por primera vez, un episodio se pensaba como una persecución en tiempo real.
J. J. Abrams busca volver al plan inicial de remake y reboot, pero bajo un desbarajuste sináptico. El ascenso de Skywalker es una negación histérica de Los últimos jedis: desconoce la densidad dramática, pero no tiene otra alternativa que continuar con el orden de acontecimientos. La evolución propuesta por Rian Johnson es rechazada por J. J. Abrams. Ni siquiera estamos ante una guerra dialéctica, se trata de una negación caprichosa. Por eso el visionado es confuso: J. J. Abrams retoma a sus personajes tal como los dejó en El despertar de la fuerza, empeñándose por reinventar con un vértigo cinematográfico absurdo un nuevo plan narrativo.
¿Y el final agónico de Los últimos jedis, en el que un puñado de sobrevivientes de la resistencia quedaba a la deriva? ¿Y el poderío militar de la Nueva Orden? ¿Y el lazo ambiguo entre Kylo y Rey? Todo parece comenzar de cero bajo un pensamiento mágico que crea subtramas imposibles, varias rompiendo la barrera del ridículo, como el impeachment que se autoejecuta el líder de una secta.
La desesperación por aglutinar la totalidad de elementos de Star Wars termina en una malformación que hasta traiciona la filosofía de la saga. Esa idea del balance se simplifica bajo fórmulas que eliminan matices. Los fálicos sables láser, las líneas geniales de C3PO y los leitmotivs de John Williams crean la ilusión de estar ante un producto puro y duro de Star Wars. Pero es sólo eso: una ilusión que al desvanecerse nos deja huérfanos de épica.