Darle cierre a un relato que lleva contándose casi cuarenta y tres años parece una responsabilidad enorme. Más con la expectativa extra cinematográfica, casi de Gran Acontecimiento Global, que produce cada nueva película de lo que antes llamábamos La Guerra de las Galaxias. Y con el marco de un relanzamiento que vino a levantar la vara de su, digamos, segunda fase, reconectando la saga con sus orígenes. En manos de este heredero de Spielberg, JJ Abrams (El despertar de la fuerza), Rian Johnson (Los últimos Jedi) y ahora, de nuevo Abrams.
El ascenso encuentra a la Resistencia debilitada, con sus sobrevivientes en una especie de selva donde Rey (la estupenda Daisy Ridley) entrena bajo la atenta mirada de Leia (Carrie Fisher). Pero resulta que Kylo Ren (Adam Driver) no está solo, puesto que el emperador Palpatine vive y quiere quedarse con todo. Para impedirlo, Rey y sus amigos (Finn, Poe, Chewbacca y los robots) deberán encontrar una brújula que lleva al corazón del mal. Y la empresa los llevará por distintos planetas, en una serie de aventuras subordinadas que incluyen algunos amagues tramposos y subtramas que podrían no haber estado sin que nada se modificara.
El intríngulis acerca de la identidad, tanto de Rey como de Kylo Ren, atraviesa el relato. Mientras la relación entre los dos descubre tensiones tan interesantes como el nuevo arco del personaje de Driver, que con Palpatine en juego ya no es exactamente el villano. El ascenso es, probablemente, la más "para fans" de todas las entregas. Lo cual era esperable: si el episodio anterior ofrecía desvíos y tomaba algunos riesgos, este final, sobre todo en su último tramo (la dictadura del spoiler impide hacer hasta chistes, pero vos te imaginás), absolutamente todos los homenajes, reapariciones, citas y reencuentros con la mística y la nostalgia con mayúsculas. Y si esos fans se enojaron con la película de Johnson, menos ortodoxa, parece que Abrams escuchó sus reclamos, tomó nota, y ejecutó en consecuencia. Fan service, le dicen. Todo sazonado por la música icónica de John Williams, cuyo leit motiv para el bien y el mal pauta las secuencias, como una gran sinfonía de auto homenaje. Los fans derramarán sus lágrimas de rigor. Pero los no tan fanáticos, más allá de los obstáculos argumentales, pasarán un buen rato. Gentileza del relato fluido de Abrams, la simpatía de todo el asunto, la belleza de algunas imágenes, y esa sensación gozosa, casi privilegiada, de que están invitados, por un rato, a ser chicos otra vez.