J.J. Abrams dirige Star Wars: el ascenso de Skywalker, el último capítulo de la saga creada por George Lucas. Entre el fan service y la emoción, se cuela una gran película de aventuras que rememora el espíritu serial clase B con el que nació la franquicia.
¡Los fans hablan! Después de todo el debate que armó el muy comentado, e injustamente criticado, Star Wars: los últimos Jedi, escrito y dirigido por Rian Johnson, J. J. Abrams retomó el timón de la trilogía que él mismo inició con Episodio VII: el despertar de la fuerza (tras el despido de Colin Trevorrow) y cierra con Star Wars: el ascenso de Skywalker, no solamente esta tercera trilogía intergaláctica, sino también, aquella que George Lucas iniciara en 1977, cuando decidió crear una historia de ciencia ficción que combinara las épicas de samuráis de Akira Kurosawa, con las series clases B de los años 30, como Flash Gordon.
Lamentablemente, ese espíritu inicial de aventuras, acción y humor con estereotipos de las narraciones e historietas clásicas del siglo XIX y principios del XX, se fue perdiendo a medida que la mitología iba cobrando vida propia, que el melodrama de culebrón le ganaba a la aventura, y la política barata y los avances tecnológicos eran de mayor interés para un George Lucas más maduro (el de los episodios I, II y III) que ya no quería filmar historias de piratas, jóvenes héroes y princesas rebeldes.
Por supuesto que toda esta mitología es, ahora, la verdadera base del universo Star Wars. Romper con eso simboliza un pecado para cualquier fan. Democratizar la fuerza es una falta de respeto para la elite de seguidores que piensan que solo los Jedi y los Sith pueden hacer uso de los poderes sobrenaturales. Rian Johnson hizo una sátira y, a la vez, un cambio de rumbo, pero sin perder la esencia. Lamentablemente, los fanáticos que solo ven lo que tienen de frente, no supieron apreciar esa mirada. Quieren que todo siga el manual que ellos mismos fueron escribiendo. Le echan la culpa a la venta de Lucasfilm a Disney, cuando lo más probable es que si Lucas hubiese retomado el mando de la trilogía, habría sido mucho peor de lo que es.
Abrams y Johnson, en cambio, volvieron a las raíces. Raíces que quedaron difusas, creando divisiones entre los fanáticos que ya no saben si seguir las historias de las novelas, los videojuegos, las series animadas o los spin off. Por suerte, ambos directores, obviaron todo lo que se apartara de los episodios originales, y fueron fieles a la narración central: la historia de los Skywalker. Y aunque Rey, la heroína de esta historia, aparentemente, no se relaciona sanguíneamente con Luke o Leia (como se verá en este episodio), tiene su protagonismo completamente justificado.
Sin dar detalles del argumento, porque la sorpresa es el gran fuerte de este episodio, se puede decir que Abrams junto a su guionista Chris Terrio, le encontraron la vuelta a la narración para dejar conformes a aquellos que no quedaron a gusto con el guión de Johnson, pero tampoco contrariando completamente la historia del episodio VIII, sino continuándolo, con un par de vueltas de tuerca que, en realidad, derivan del Episodio VI: el regreso del Jedi. Es muy irónico, pero todo aquello que resulta más incoherente o inverosímil con respecto a esta trilogía (hay deus ex machina por todas partes) termina teniendo coherencia con la nonalogía completa. O sea, sí, los muertos hablan y aparecen. Los fantasmas de un viejo imperio resurgen de las cenizas como si el nazismo volviera de un día para el otro a sembrar el terror en toda Europa. Y esta comparación no resulta arbitraria.
La película que sirve de mayor referencia para comprender la estructura de El ascenso de Skywalker es… Indiana Jones y la última cruzada. Acaso una de las mejores terceras partes jamás hechas, en la que Spielberg y, justamente, George Lucas, vuelven a cruzar (tras el hiato de El templo de la perdición) al héroe con el ejército nazi. Abrams también lleva a sus protagonistas a buscar diferentes objetos que, a su vez, los lleven a localizar una ciudad perdida y mitológica, que es custodiada por una figura centenaria.
Rey, Finn y Poe atraviesan el mismo desierto (misma locación) en la que filmaron el film con Harrison Ford de 1989, después viajan a un pueblo que parece Polonia en medio de la segunda guerra y finalmente… Bueno, no vamos a revelar nada, pero hay un pequeño guiño para todo aquel que es fan de ambas sagas.
Básicamente, en medio de todas las inverosimilitudes y todo el fan service, en medio de coherencias generales e incoherencias particulares, de algunas salidas narrativas forzadas, y un par de efectos no demasiado convincentes (todas las intervenciones de Carrie Fisher no terminan de ser diegéticas con las acciones o diálogos de otros personajes, salvo cuando se acude a dobles), se encuentra un film de aventuras clase B, conscientemente ridícula y muy lúdica.
El fan y cierto sector de la crítica, e incluso de la industria, se ha tomado tan en serio la mitología, que se han olvidado que no se está frente a la representación de un texto sagrado y dogmático, sino de una obra de entretenimiento puro. De acción, romance cursi, amistades simples y villanos acartonados. Y pareciera que sólo Abrams, como fan y cineasta al mismo tiempo, se ha dado cuenta de ello. Es sólo cine, chicos. Es sólo una película. Disfrútenla.